Últimamente, empresas, instituciones y figuras públicas utilizan la palabra “inclusión” cada dos por tres. Convocan a periodistas, hacen campañas de redes y montan todo el ruido posible para anunciar lo inclusivas que son.

De hecho, hay marcas que han logrado capitalizar el término como un valor asociado a sus productos. Y, sin embargo, ninguna de sus campañas publicitarias ni discursos soporta un estudio serio.

Alguna vez he dicho que no me gusta la palabra “inclusión” por cómo la han prostituido. Y esto no es cosa de ahora. Viene de hace años, desde que algunos organismos internacionales comenzaron a emitir fondos y los países se comprometieron a impulsar buenas prácticas en esta dirección. Esos compromisos, en vez de convertirse en acciones claras, con indicadores reales, dieron pie a conductas cuestionables. Donde pudo impulsarse una transformación profunda, algunas empresas identificaron una ola publicitaria en la que montarse.

Hay varias razones para que haya sido de este modo:

Primero, como de costumbre, empezamos a impulsar acciones sin tener una política real o instrumentos específicos para medir en qué punto estábamos. De hecho, se creó una institución como el Conadis que carece de los medios necesarios para cumplir con su trabajo como ente regulador.

Segundo. Existe esta cultura de no exponer a nadie en público por la forma en la que reaccionan todas las entidades, sean privadas o públicas. Ha ocurrido que les he hecho comentarios directos a ejecutivos de algunas entidades sobre sus puntos de mejora y tras la conversación se cierran las puertas.

Así, la sensibilidad en la epidermis hace que tengamos que tratar con cierta condescendencia a las organizaciones para que no reaccionen negativamente. Porque al final, buscamos obtener resultados y es mejor ir paso a paso, con pequeños logros a que no suceda nada.

Pero sé que, en parte, por tratarles así, celebran como el mayor de los avances en inclusión, cuando colocan un letrero o envían un correo interno hablando de discapacidad. Y no, decir “las personas tienen derechos” no les convierte en organizaciones inclusivas.

Tercero. Tenemos que admitir que también hemos fallado quienes trabajamos por los derechos de las personas con discapacidad. Hay quienes se atrincheran, utilizan el discurso de la inclusión como arma para extorsionar al Gobierno y a las empresas.

Dicen, “tienen que contratar personas con discapacidad porque la ley lo dice”. Y como ni en las instituciones públicas ni en el Gobierno hay personal técnico que separe el trigo de la paja, se dejan manipular y acaban tomando decisiones que no benefician a nadie, lo que genera un círculo vicioso de extorsión y discriminación.

Cuarto. Para hablar de inclusión hay que comprender primero qué significa respetar a la otra persona desde su condición de persona. En el momento que un tomador de decisiones dice: “Yo lo que quiero es ayudar a esa pobre gente” comienza el irrespeto. Y es sencillo, al irrespetar no se incluye.

Y entre tanto, quienes gestionamos recursos para impulsar nuestros proyectos aportamos también al círculo vicioso. Vemos firmas de acuerdos, sellos de buenas prácticas en las que se reconoce a entidades como inclusivas porque dieron una charla o porque su personal se sentó cinco minutos en una silla de ruedas, y hasta les felicitamos.

Pero, Francina, no solo digas el problema. Aporta la solución.

Lo básico es darle a la palabra inclusión el sentido que tiene realmente. O empezamos a generar espacios para que cada individuo pueda participar en igualdad de condiciones o cambiamos de palabra.

Y luego, es necesario que entendamos que las políticas de inclusión son mandatorias, no voluntarias. Y que no se trata de que la dirección de responsabilidad social haga una jornada con un grupo de personas con discapacidad y luego publique una nota de prensa.

Hay un trabajo técnico y serio que debe hacerse. Usted no contrata porque lo dice la ley. Pero tampoco excluye con la excusa de que no está preparado o preparada.

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