¿Pobres? Somos ricos y pertenecemos a un país privilegiado como pocos. No es por esas estadísticas, que solo entienden los economistas, sino porque parece que bajo la isla yace un tesoro escondido de prosperidad que produce ciudadanos acaudalados a borbotones. Inagotable, como el eslogan aquel.

Aquí vienen artistas que exigen sumas astronómicas para presentarse en estadios en los que no cabe un alma, donde se consumen las bebidas y alimentos más caros y, aun así, no dan abasto; los gastos incurridos por traslados y estadía, no importan porque un gustazo vale el trancazo.

Los parqueos son insuficientes para los vehículos de alto cilindraje que circulan en nuestras calles -con su consiguiente costo de combustible- que se venden como pan caliente, lo que hace dudar que haya crisis económica. Abundan las lujosas torres residenciales de grandes dimensiones, amuebladas con ajuares exclusivos, nada de remiendos ni de tapizados viejos.

En muchos colegios exigen sumas inauditas superiores a las de las universidades, con tal demanda, que solo admiten los suficientes para mantener su rentabilidad. Los estudios de los hijos en el extranjero se asumen sin límite, aunque implique alimentarse con agua y lechuga por una temporada, con tal de traer un título de fuera.

De la ropa de diseño, ni hablar, mientras las modistas languidecen, las tiendas de lujo venden igual que si fueran productos de primera necesidad. Justo cuando pensamos que esa franquicia con precios prohibitivos no iba a prosperar, rompe los récords de venta en un país que se precia de subdesarrollado cuando quiere victimizarse y de primer mundo, cuando de competir en poder adquisitivo se trata. Los eventos sociales, con costos millonarios de montaje, implican una inversión sustancial en la indumentaria porque aquí es un pecado capital repetir ropa. La producción incluye el embellecimiento para la ocasión que, junto a los habituales, arrasan con buena parte del presupuesto. Si de campañas electorales se trata, el despliegue de recursos es colosal desde todos los litorales y colores, por lo que el que esté libre de pecados, que tire la primera piedra.

Entre nosotros no hay límites para los viajes que pueden resolverse con el financiamiento, aunque se pase la vida pagando cuotas, por el móntese ahora y pague después. Parecería que vivimos con los días contados, como si no hubiera mañana y las deudas estuvieran escritas en hielo; mientras en otros países guardan para las vacas flacas, aquí, nos las comemos. Gastamos, sin tener con qué en un consumismo desmedido, la cruda realidad que nos resistimos a cocinar es que tenemos gustos de millonarios con bolsillos de mendigo.

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