‘Mis amigos… el silencio será más aceptable para mí en la discusión de estas cuestiones que el aplauso. Deseo dirigirme a su juicio, su entendimiento y sus conciencias…y no a sus pasiones o entusiasmos.’ –

Con este llamado, Stephen Douglas serenó a la multitud que le aplaudía durante una de sus intervenciones en el histórico debate senatorial de Illinois en 1858. Su rival y eventual perdedor —cuyo legado como uno de los mejores presidentes de la historia estadounidense aún estaba por definirse— era Abraham Lincoln.

Las palabras de Douglas, propias de un tiempo en que la riqueza argumentativa se imponía al ruido de la ovación, contrastan marcadamente con las exigencias de la actual era digital. Ante esta dicotomía, la iniciativa de la Asociación de Jóvenes Empresarios (ANJE) de organizar el primer debate presidencial con un mandatario en funciones, invita a reflexionar sobre cómo la transformación de los medios ha influido en el discurso político moderno.

La transición del dominio de la imprenta a la televisión, hasta el auge actual de las redes sociales, ha transformado la forma y el fondo del diálogo democrático, una evolución anticipada por el filósofo de la comunicación Marshall McLuhan cuando afirmó: “El medio es el mensaje”. Comprender cómo estas tres eras —la Tipográfica, la del Entretenimiento y la de la Saturación Inmediata— han moldeado nuestra cultura política es crucial para enriquecer el entendimiento del electorado sobre la visión y propuestas de los candidatos, y mejorar así la calidad del debate público y, por ende, nuestro ejercicio democrático.

La Era Tipográfica

Probablemente, para muchos espectadores, los debates entre Lincoln y Douglas fueron la primera oportunidad de escuchar sus voces y ver sus gestos en persona, en una época sin fotografías, radio, cine o televisión, cuando las figuras públicas se conocían casi exclusivamente a través de sus escritos. Entonces, cerca del 90% de la población blanca de EE.UU. sabía leer y escribir.

Este alto nivel de alfabetización evidencia por qué una obra como “El Sentido Común” de Thomas Paine, publicada un siglo antes, pudo vender 400,000 copias entre una población de apenas tres millones. Para ponerlo en perspectiva, hoy equivaldría a 40 millones de unidades, diez veces más que las ventas de “Lecciones de Química”, el libro más vendido en el mundo en 2023.

En la Era Tipográfica, la difusión de ideas y la articulación política se orquestaban principalmente a través de textos y discursos impresos, constituidos como medios esenciales para captar la atención pública. De esta cultura nació el Homo Tipograficus, un individuo que el catedrático Neil Postman, en su visionario “Divertirse hasta morir”, describe como proclive a la conceptualización, alérgico a la contradicción, inclinado a pensar de forma secuencial, deductiva y ordenada — tal y como se lee un texto— y, sobre todo, paciente ante la respuesta retardada.

Para una audiencia moderna, el formato de aquellos debates, con una duración de siete horas sin moderadores, parecería insoportable. Tras completar intervenciones ininterrumpidas de tres horas, Lincoln y Douglas ocupaban una hora adicional de réplica. Estos encuentros brillaban por la calidad de las argumentaciones y réplicas, y predominaba un escrutinio meticuloso de las declaraciones del adversario. Así, la política de la época se delineaba por la fuerza del razonamiento, que cultivaba en el Homo Tipograficus una imagen del candidato basada en su lógica argumentativa, y valoraba la sustancia sobre la imagen, un contraste notable con la brevedad y el estilo de la comunicación contemporánea.

La introducción de tecnologías pioneras, como la electricidad, el telégrafo y la fotografía trajeron consigo nuevos medios como la radio, el cine y la televisión, y con ellos, —en palabras de McLuhan— nuevos mensajes, que dieron vida al Homo Spectatoris. Este nuevo ciudadano, representativo de la era audiovisual, redefinió su participación política y social a través la imagen y el sonido, y transformó para siempre la forma y el fondo del discurso democrático.

La Era del Entretenimiento

“Debe perder 20 libras”, fue el consejo de Richard Nixon en 1982 a Ted Kennedy, el aspirante presidencial. Nixon reconocía la importancia de la imagen en la era de la televisión; dos décadas antes había perdido contra John F. Kennedy —hermano mayor de Ted— en el primer debate presidencial de la historia estadounidense.

Al romper con la tradición tipográfica de debates extensos, los históricos enfrentamientos de Nixon y Kennedy en 1960 se adaptaron a las necesidades visuales de la televisión, para entonces omnipresente en los hogares americanos.

Con segmentos breves y dinámicos, el formato televisivo priorizó la atención visual frente a la profundidad del contenido. El debate inaugural, que duró apenas una hora, capturó la atención del 37% de la población, un éxito de sintonía solo comparable con los 123 millones que sintonizaron el pasado Super Bowl, el evento con mayor número de espectadores en la historia de la televisión estadounidense.

Según un análisis de la Universidad de Purdue, quienes escucharon el debate por radio tendían a considerar a Nixon ganador, mientras que los televidentes se inclinaban por Kennedy. ¿La razón? El medio —siguiendo a McLuhan— había alterado el mensaje. Nixon, quien portaba un traje gris claro —inadecuado para la televisión en blanco y negro— y cojeaba por una pierna infectada, renunció al uso de maquillaje y sudaba intensamente bajo las luces del estudio, proyectaba así una imagen desfavorable para la audiencia.

Con su enfoque en el carisma, el lenguaje corporal y la autenticidad —abstracciones que el medio escrito no transmite— la televisión alejó la lógica argumentativa del debate político, y privilegió la presencia escénica. Así, el Homo Spectatoris se transformó en un elector audiovisual, susceptible a eslóganes que comunicaban la idea desorientadora de soluciones simples y rápidas a problemas complejos, seducido por la teatralidad más que por el contenido.

La proliferación de los medios digitales ha intensificado estas dinámicas, propiciando el surgimiento de un nuevo ciudadano político, el Homo Inmediaticus. Estas tendencias plantean serias interrogantes sobre el tipo de diálogo político que fomentan, las tendencias intelectuales que promueven y la cultura política que generan.

La Era de la Saturación Inmediata

Hace más de sesenta años, en su obra “La Galaxia Gutenberg”, McLuhan profetizó cómo los medios electrónicos saturarían nuestro entorno con información desestructurada y desordenada, y sustituirían la secuencia lineal de la era tipográfica con una simultaneidad evocada por las tradiciones orales. Esta visión resuena con el ecosistema de las redes sociales, donde la experiencia visual, aunque a veces involucra lectura, presenta un contenido fugaz y desarticulado, que distorsiona la manera en que procesamos el mensaje, nos aleja de la reflexión profunda y favorece una asimilación superficial y fragmentada.

Por tanto, no debería sorprendernos si pese a las ventajas de la era digital —como la información ilimitada, conectividad global instantánea y comunidades virtuales de aprendizaje— quienes nos identificamos con la generación tipográfica reconozcamos en el Homo Inmediaticus una comprensión lectora deficiente, una atrofiada capacidad de redacción, un déficit de pensamiento crítico, susceptibilidad a la desinformación, impaciencia crónica y una tendencia hacia la gratificación inmediata.

Ahora, aterricemos todo esto al próximo debate presidencial. Primero, debemos reconocer que Quisqueya la Bella atraviesa uno de los mayores puntos de inflexión de su historia moderna, con oportunidades extraordinarias en una arena global plagada de incertidumbre. Sólo basta notar que si la economía mantiene su patrón histórico de crecimiento, el país alcanzará el PIB-per-cápita actual de España en la próxima década.

Traducir dicho crecimiento a avances sociales reales requerirá la implementación de reformas esenciales pendientes, en áreas clave que incluyen —más no se limitan a—: educación, salud, justicia, seguridad ciudadana y régimen penitenciario, pensiones, laboral, energía, transporte, seguridad fronteriza y migración, y por supuesto, la fiscal.

Nótese que, aunque ciudadanos de las tres eras cohabitan en el escenario político actual, en la próxima década la generación del Homo Inmediaticus pasará a ser la de mayor influencia en la escogencia del liderazgo nacional encargado de diseñar, implementar y fiscalizar dichas reformas.

Ante esta realidad, debemos reflexionar si los formatos de debate vigentes, heredados de la Era del Entretenimiento y adaptados al actual panorama de las redes sociales, son adecuados para abordar las complejidades inherentes a los desafíos contemporáneos. Imaginemos, por ejemplo, en el marco del debate, que a alguno de los candidatos le pregunten: ‘¿Cuál es su diagnóstico de las dificultades en el ámbito educativo y sus soluciones previstas para estos problemas? Tiene dos minutos’. ¿Realmente este formato permite un análisis profundo y sustantivo de una cuestión tan crucial para el futuro del país? Son interrogantes que merecen una consideración seria en el diseño de nuestros procesos políticos y democráticos.

Podemos enriquecer los debates políticos tomando lecciones del pasado, sin que esto suponga tornarnos en neoluditas. Frente a la brevedad moderna que imposibilita la discusión profunda de los problemas nacionales, sugiero organizar un ciclo de debates semanales por temas clave, centrado en un área crítica cada semana —como educación o salud—, e incorporar a la moderación expertos reconocidos en dichas áreas. Imagino perfiles con el prestigio intelectual de Frank Moya Pons para el ciclo completo, complementado por lumbreras del calibre de Andy Dauhajre en materia económica, Eduardo Jorge Prats en aspectos de justicia o Iván Gatón en relaciones internacionales, por citar algunos. Los candidatos tendrían la oportunidad de exponer propuestas detalladas, vía ensayos escritos y videográficos, y satisfacer las diversas preferencias de consumo de información. El fin es un debate político más reflexivo y propositivo, en el espíritu de los ‘Federalist Papers’, uno de los mejores legados del ejercicio democrático de la era tipográfica de EE.UU.

En adición, es esencial cultivar a nivel nacional una verdadera cultura del debate, iniciando en las aulas y extendida por todo el tejido social, priorizando la inclusión de sectores marginados, y fortaleciéndola con torneos académicos y la creación de espacios cívicos de diálogo, con respaldo gubernamental y del sector privado, que promuevan la discusión de temas de interés nacional.

Al repasar las distintas eras mediáticas, es imposible no pensar en la distopia descrita por Aldous Huxley en ‘Un Mundo Feliz’, donde la sociedad se vuelve indiferente al conocimiento, no debido a una censura orwelliana de los libros, sino debido a que nadie desea leerlos. Al considerar la escalera como el símbolo universal de la paciencia, el próximo debate presidencial tiene el potencial de ser el primer escalón de un camino que nos aleje de la sombría visión de Huxley. Bajo la mejora continua de iniciativas como las de ANJE, podemos fomentar un ejercicio democrático más informado y participativo, indispensable en esta era de saturaciones inmediatas.

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