La crisis actual en la Isla Hispaniola no es nueva; es tan antigua como el origen de ambas repúblicas que la comparten. Históricamente, las relaciones domínico-haitianas se han desarrollado con altas y bajas, desde antes de la época de las dos colonias, en el marco de las luchas coloniales, especialmente entre Francia y España que tiene su primera expresión en el Tratado de Nimega en 1678 que constituyó el precedente del reconocimiento de la parte francesa en el sector occidental de la isla por parte de España, y que se oficializó con el tratado de Aranjuez, en 1777, que estableció las fronteras entre los territorios español y francés en la Isla.

Este fue el inicio de lo que sería la mayor controversia en el tema fronterizo décadas después, primero entre las dos colonias francesa y española y luego entre las dos repúblicas, la fuente de mayor conflicto en las relaciones bilaterales que en un primer momento culminaría parcialmente con el tratado de límites fronterizos de 1929. Desde entonces se vienen produciendo crisis de manera cíclica, por distintas causas, con mayor o menor intensidad. La actual crisis tiene características muy específicas que la diferencian de anteriores. Haití ha entrado en una descomposición estructural sin precedentes, lo que genera la complejidad que hace más difícil una solución a corto plazo y mediadores que pudieran ofrecer su buena voluntad a favor de una solución pacífica.

Muchos sectores han planteado la intervención de organismos internacionales, como la Organización de las Naciones Unidas -ONU-, la Organización de Estados Americanos -OEA- o tribunales de arbitraje internacional. A mi modo de ver, estos organismos han perdido autoridad y credibilidad por la ineficacia y falta de independencia absoluta. Para citar un ejemplo de esta afirmación, me permito recordar que, en noviembre del pasado año, la Asamblea General de la ONU, su máximo órgano de debate, llegó a la trigésima ocasión en que vota mayoritariamente a favor de poner fin al inhumano embargo económico de Estados Unidos contra Cuba. Y a la fecha, no se han hecho valer sus propias resoluciones. De igual manera, la OEA en la gestión pésima, torpe, parcializada, de su actual secretario general, Luís Almagro, ha llevado este organismo a un descrédito total, lo que le descalifica para cualquier mediación.

La situación se torna más compleja, dado que en Haití no hay institucionalidad, no hay un gobierno legítimo, en otras palabras, no hay un interlocutor válido. Su actual primer ministro Ariel Henry, es de facto, surge a raíz del asesinato del presidente Jovenel Moïse, en julio de 2021, generándose una dualidad de “poder” entre el propio primer ministro y las bandas criminales que se han adueñado de las calles de Haití.

Los dominicanos hemos centrado nuestra mayor atención al tema de la construcción artesanal del canal sobre el río Dajabón o Masacre, por parte de un sector de la oligarquía haitiana, en una clara provocación al pueblo dominicano. La crisis de ese país es mucho más que la construcción de ese canal; es evidente que en este mundo de hoy hay que buscar soluciones, de alguna forma, a este conflicto, y es aquí donde la diplomacia debe jugar un papel importante y determinante. Tengo mis dudas de la eficacia de la diplomacia dominicana (surgidas de su manejo en distintas circunstancias, no solo en este gobierno) porque hay actores que no son del todo capaces de jugar su rol, éstos son el resultado del clientelismo político, del tráfico de influencias, de gratificaciones de asuntos tan personales que sería triste señalar en este enfoque. Y lo peor de todo es que son personas que no tienen un sentimiento de nación, de patriotismo, empezando por el canciller de la República, señor Roberto Álvarez, que piensa igual y está al servicio de intereses foráneos.

Salvan sobremanera esta situación del momento, las decisiones del presidente de la República y las acciones tomadas por el Gobierno dominicano. Las actuaciones del presidente han sido valientes, patrióticas y soberanas, en torno a las cuales debiera unificarse la clase política dominicana y la sociedad en general. Lastimosamente, hemos visto un sector de la clase política que trata de sacar provecho a esta situación, que cuestiona irracionalmente estas posturas y acciones patrióticas en favor de la seguridad nacional.

Mientras estas posturas dividen a los dominicanos tienden a la vez a unificar los haitianos. En cambio, me atrevo a decir, porque la conozco, que la diplomacia haitiana es mejor formada que la dominicana, es más coherente y más nacionalista. Sus representantes son más proactivos en los organismos internacionales y, en estos casos, se han empeñado en autovictimizarse ante el mundo para que los vean con compasión.

Esto demuestra que, a la firmeza, valentía y sistematicidad del presidente de la República en el abordaje de esta crisis con propuestas de solución, tanto en el país como en los foros internacionales, le falta el acompañamiento de una diplomacia más proactiva con verdadero sentir patriótico.

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