Para muchos adultos, es a ellos a quienes corresponde la tarea de enseñar y educar a los niños, y así parece ser.

Sin embargo, cuando algunos adultos se detienen a observar el comportamiento de los pequeños y sobre todo, cuando los escuchan hablar, expresar sus opiniones sobre lo que sea, un tema, una acción o una situación, en seguida, ese adulto entenderá, que es mucho lo que un niño le puede enseñar.

Pero más que todo eso, está la enseñanza a partir de sus sentimientos puros y de su optimista actitud frente a la vida. Es ahí en donde realmente ellos nos dan lecciones perennes de bondad, solidaridad, confianza, fortaleza y capacidad de ver lo bueno y lo más bello de este tránsito llamado vida.

A los niños les gusta estar “lindos”, pero no se complican, ni pierden horas buscando la blusa perfecta para el color de sus pantalones, preocupados por el qué dirá su compañero de la escuela, si los colores de su atuendo no combinan.

Aman las fiestas, pero bastará un globo, algunos dulces y un poco de música para sentir que han tenido el cumpleaños perfecto. Pero sus padres llegan a contraer deudas enormes para agregar cosas a esa fiesta, cosas que el niño ni notará, pero sí lo harán los padres de sus amiguitos.

Esos pequeños maestros de vida, no saben de colores, de estatus social, no imaginan que los adultos han erigido muros insalvables para aislar a blancos de negros, a ricos de pobres, que han levantado torres desde donde los poderosos miran con desdén a aquellos considerados débiles y oprimidos.

Cuando un niño ve acercarse a otro niño, eso es lo que él ve, otro niño, un igual, alguien con quien jugar.
Es verdad que los niños, inconscientes de su capacidad de enseñar y conducir a los adultos al punto de partida de su existencia y darles la oportunidad de ser mejores personas, creen que esos adultos son sus maestros, espejos en que se miran. Esta es la razón de que los grandes sigan siendo eternamente tan pequeños en sentimientos, tan imperfectos y tan arrogantes.

Si por un instante fuera lo contrario, si de repente, los adultos reconocieran que el paso del tiempo les hizo perder todo aquello que les sobra a los niños y comenzaran a aprender de ellos, al observar sus actitudes frente a la vida y las adversidades, haciendo silencio para escuchar lo que tienen que decir, de seguro esos adultos serían personas más optimistas, más felices, seguros, sencillos, honestos, y sobre todo, y aunque parezca contradictorio, serían más adultos y más maduros, si aprendieran más de los niños.

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