Las elecciones municipales recién celebradas lejos de provocar precipitadas solicitudes de nuevas reformas a la Constitución deberían antes generar una seria reflexión sobre los cambios que se han operado en el país y en el mundo, y sobre la falta de sintonía de nuestro liderazgo político con estos, o con las reformas que ellos mismos impulsaron sin conocimiento de sus implicaciones, o sin haberlas sometido al rasero de que la ley es igual para todos.

Los que hoy se lamentan de los resultados de las municipales separadas y que intentan convencer de que estos no son determinantes, habiendo dicho antes lo contrario, y de minimizar la probabilidad de que las de mayo sean un espejo de estas, o que se alarman por la abstención, probablemente no analizaron estas posibles consecuencias cuando decidieron dejar de lado el modelo de la reforma constitucional aprobada en 1994 de elecciones separadas con dos años de diferencia, y establecieron en la Constitución del 2010 un modelo bastante atípico de separar únicamente las municipales y por apenas tres meses.

Ahora resulta que sorpresivamente se dan cuenta de que el fin perseguido en muchos países con la separación de las elecciones, que es someter a las autoridades a una evaluación de su mandato que puede cambiar las mayorías y fortalecer los contrapesos, del que rehuían, y el esperado en nuestro país como en otros de evitar el arrastre de los presidentes respecto de los demás funcionarios electos, no se logra con el sistema establecido pues al realizarse en un mismo año, las simpatías o antipatías por el gobierno de turno, primarán en los resultados.

Tenemos un historial de centralización del poder y poco se ha avanzado en descentralizarlo a pesar del mandato de la Constitución vigente, lo que provoca que la población no conceda relevancia a las autoridades municipales o entienda que las probabilidades de que se realicen obras o mejorías en los servicios no depende de estas, sino de quien sea presidente.

Nuestro liderazgo no puede sorprenderse porque haya poco interés de la población en acudir a votar en elecciones municipales, porque nada ha hecho por impulsar esa descentralización y por el contrario ha manejado como botín político la composición numerosa de los concejos de regidores, que en el caso del Distrito Nacional alcanza el irracional número de 37 más los suplentes, pocos de los cuales se han destacado en sus funciones generalmente eclipsadas por los alcaldes, pero muchos la han desacreditado por denuncias de corrupción, ni porque no motive a los ciudadanos acudir a votar la posibilidad de elegir directamente a sus regidores, pues convirtieron en una razón más de desmotivación el ejercicio de un derecho, debido a que muchos entienden que es inútil votar por quienes no conocen, y poco o nada proponen.

Olvidaron que nuestra población es cada vez más joven, y que por desconocimiento de la historia y otras causas los más jóvenes le conceden menos valor al voto, y que su atención no se capta simplemente con promesas o carteles que generan a veces más repudios por la contaminación visual, y la vaciedad de sus discursos, y piden más que eso.

Son muchas las cosas que debemos cambiar antes de pensar en otra reforma constitucional, sobre todo en nuestra forma de hacer política, como reducir la cantidad de partidos la mayoría de los cuales poco tienen de emergentes y mucho de oportunistas, y solo sirven de satélites a los mayoritarios para exhibir grandes alianzas a un costo exorbitante por los cargos y privilegios que hay que repartirles, más la tajada que les toca de la contribución económica del Estado y que pagamos los contribuyentes, y que con tal de preservarla buscan permanecer vivos aliándose, y la cual de nada ha servido para mejorar la calidad de la democracia. Empecemos por discutir estos aspectos especialmente ahora que luce que una reforma tributaria será inminente, la cual para ser fiscal debe abarcar el gasto público, iniciando con el financiamiento a los partidos.

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