libro el mundo que quedó atrás
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Como en muchas otras partes, los problemas económicos y sociales persisten en el país casi siempre por la falta de sensibilidad en los enfoques oficiales para hacerles frente. La crudeza de nuestras realidades ha cercenado la imaginación, el toque mágico que tantas veces se precisa para encontrar fuera del quehacer político, sórdido e insensible, la llave de soluciones a problemas sociales que nos agobian.

Sin llegar a la candidez, un poco de poesía está haciendo todavía falta al debate nacional. Hemos estado hurgando por demasiado tiempo en el ambiente áspero y brutal de nuestro espectro político partidario, en búsqueda de respuesta a necesidades necesariamente cubiertas de belleza, color y fantasía.

Así, hemos terminado aceptando como una consecuencia natural de nuestro proceso, la vulgaridad, la mentira y la desfachatez en el lenguaje y el proceder político. La verdad no la posee quien realmente la tenga, sino quien más descarnada y bruscamente presente “sus verdades” al público. La demagogia ha encontrado de este modo campo abierto a su labor destructora. La honestidad ha pasado a convertirse en una virtud y no en un deber, porque nos encontramos en medio de un proceso total y avanzado de desmoralización y distorsión, en el cual los valores cambian con la rapidez con que se modifican las estructuras de mando y los hombres valen por lo que tienen y no por lo que son.

Tal vez las cosas mejorarían notablemente si de cuando en cuando en las alturas del poder la voz de un poeta dejara oír su canto de esperanza. En lugar de tanto ruido y disonancia habría alguna vez reposo para el espíritu, suficiente tranquilidad y sosiego para hallar un camino adecuado, en medio de todo este laberinto. Porque hemos estado transitando el sendero equivocado. No hay dudas de eso. Nos disputamos no el derecho a la participación, sino el de imponer soluciones parciales y de grupos a cuestiones que afectan a la generalidad de una sociedad heterodoxa. El defecto principal de los dirigentes nacionales es su incapacidad para encontrar en la belleza de la forma, un método de acción político formal y aceptarlo como una fórmula viable. En cambio prefieren el sistema directo y franco de la ofensa y la brusquedad.

Tal vez pudieran aprender de aquel que hace años ante la estatua de un poeta en el acto inaugural de una plaza, en medio del trajinar cotidiano de la Presidencia, fue capaz de encontrar la siguiente inspiración: “Los versos de amor de Fabio Fiallo son invariables y eternos, como lo son las efusiones del corazón humano.

Muchas parejas de enamorados, algunas de las cuales ignorarán tal vez la propia existencia del autor de “La Canción de una Vida” y habrán leído acaso, como composiciones anónimas, muchas de las coleccionadas en sus libros, acudirán en la alta noche a esta Plaza, atraídas por su soledad y por el rumor de sus fuentes, y al pasar entre el murmullo de las hojas junto a la estatua del poeta, con las manos entrelazadas, se musitarán como un secreto al oído los versos inolvidables: Por la verde alameda silenciosos íbamos ella y yo; la luna tras los montes ascendía en la fronda cantaba el ruiseñor.

La Mediocridad tiene sus símbolos en cada estamento de la sociedad. En un período constitucional podía medirse en la vestimenta de algunos de sus más conspicuos colaboradores, muy dados a usar chalecos en pleno verano, incluso durante actos oficiales al mediodía bajo un sol ardiente y abrazador. Hoy priman las chacabanas y el no uso de corbatas.

En otro lapso igualmente incoloro de la vida política nacional, les cogió a muchos con una marca de automóviles, para estar bien con el gran amigo del jefe que los distribuía. A otros que han hecho fortuna rápidamente se les identifica por la inexplicable inclinación a llenarse de cadenas, anillos y relojes.

En la prensa, por la tendencia a creer que el mero hecho de laborar para un diario o una estación de televisión, los hace personas distintas, especies de ciudadanos de un orden superior, con derecho a servicios y privilegios especiales. Estos son los que comúnmente pierden la perspectiva de la responsabilidad social de la prensa en una sociedad libre y democrática. Son los que sobrestiman su papel y llegan a aceptar, como un derecho legítimo, la subordinación de los derechos de terceros a los intereses de su labor como periodistas, eso mismo que ahora llaman “comunicador social” con cierto grado de jactancia por la presunta connotación social que esa nueva categoría implica.

Por eso nada extraño resulta que se leyera o lea  diariamente en algunos diarios, o se escuche por la radio, no  en todos afortunadamente la falta de originalidad en la presentación de los hechos y la ausencia de diligencia para obtener los datos informativos necesarios, y que consiste en la siguiente frase: Tal funcionario se negó a recibir a la prensa., como si ese personaje, o cualquier otro, tuviera la obligación de recibir a un periodista en las condiciones y circunstancias que éste exija. La prensa dominicana ha jugado un papel descollante en el proceso de desarrollo democrático del país. Esa es una realidad innegable, que no le puede ser regateada y que resiste cualquier análisis e interpretación histórica, por más prejuicios de que vaya revestida.

Sin embargo, hay una debilidad estructural en ella estrechamente vinculada a su propio crecimiento y desarrollo. El país despertó muy rápido a la democracia y de un largo período de dictadura y oscurantismo salió a un régimen de libertades públicas y ejercicio democrático sin un paréntesis previo. De la noche a la mañana surgieron decenas de periódicos, noticiarios de radio y televisión que se llenaron de personas sin destrezas periodísticas.

La necesidad creó profesionales y la especialidad dio paso a la improvisación. De ahí que diéramos muy buenos reporteros, con fama en la sociedad, que  escribieran haber sin h, acentuaran la palabra dijeron en la última sílaba y pensaran con faltas de ortografías, las que afortunadamente no se ven en los programas de entrevistas. Esta no es una generalización ¡Dios me cuide de ellas!, sino una reflexión al amparo de las extravagancias que me permite el clima de libertades existente en nuestro país en las últimas, y respecto a la cual habrá, sin lugar a duda, muchos desacuerdos. Pero creo que ciertos medios de comunicación, los cuales no es necesario mencionarlos y muchos otros periodistas, columnistas y entrevistadores, deben aceptar como natural y beneficioso la necesidad de que la prensa acepte la crítica que tan libremente ejerce contra terceros. Sobre todo porque ese ejercicio acabará resultando uno de los pilares más sólidos de las garantías de la libertad de prensa.

Cuando los periodistas acepten criticarse a ellos mismos, someter a un diario cuestionamiento su labor, es decir, la manera como cumplen cotidianamente sus tareas de informar y orientar a la sociedad, estará bien justificada.

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