libro el mundo que quedó atrás
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Lo que nunca quisieron admitir, ni admiten todavía los líderes de la izquierda dominicana era que cuando los soviéticos hablaban de la Gran Guerra Patriótica, la que relataban en la mayoría de sus filmes para el cine o la televisión, se referían a la Segunda Guerra Mundial; a sus hostilidades con la Alemania nazi, ocultando un enorme fardo de responsabilidad en esa gran tragedia humana que fue el conflicto.


Fue esa la guerra en que perdieron la vida más de 60 millones de personas, casi la mitad de las que Stalin asesinó para imponer su “revolucionario y salvador” plan de colectivización agrícola una década antes. La misma que los norteamericanos ayudaron a ganar con su programa de Crédito y Arriendo por virtud del cual más de once mil millones de dólares fluyeron en alimentos, equipos y suministros bélicos para animar a las decaídas fuerzas del Ejército Rojo. Aquella que Stalin contribuyó a desatar con la firma en Moscú en agosto de 1939 del tristemente célebre acuerdo soviético- alemán, que en el supuesto de una guerra delimitaba áreas de interés para los dos países.


Esa Gran Guerra Patriótica no fue otra sino aquella que siguió al trazado de líneas sobre el Vístula y el Bug, en un mapa desplegado sobre una mesa en el Kremlin frente a la cual se estrecharon las manos sonrientes Molotov y Ribbentrop, con el bautizo y la gracia de Stalin y Hitler.


Al Este de esas líneas, que marcaron la suerte y destrucción de Polonia, la Unión Soviética exigía derechos de soberanía sobre Finlandia, Estonia, Letonia y Lituania. Todo el Oeste quedaba bajo jurisdicción de Berlín.


Esa Gran Guerra Patriótica se inició con un engaño y una traición. Fue posible por un pacto diabólico sin el cual le hubiera sido imposible a los nazis invadir Polonia tan sólo unos días después de su firma. Para librarla, la nación comunista necesitó de todo el esfuerzo del imperialismo occidental en su defensa. El despreciado oro capitalista tuvo entonces una utilidad revolucionaria. Nada de inmoral hubo entonces en esas renuncias del ideal marxista.


Históricamente esa guerra llegó a convertirse en el despegue de la Unión Soviética a las alturas de una hegemonía mundial que en rigor respondió siempre, hasta su desaparición, a las mismas pautas y criterios morales de entonces. Y que demuestra la verdad oculta en todo el proceso de desarrollo de la desaparecida sociedad soviética.


Sobre todo, que al igual que en 1939, la revolución y el marxismo no fueron los objetivos primarios o supremos de la primera potencia comunista. Detrás de sus esfuerzos por alentar la subversión y el cambio brusco social no hubo nunca un sentimiento sincero de solidaridad internacional, ni tan siquiera un compromiso de afinidad ideológica, sino tan solo el instinto de conservación de un país que ha vivido, desde los viejos tiempos de los zares, obsesionado por la idea de que toda otra nación pretende someterla. En fin, detrás de esa Gran Guerra Patriótica, estuvo siempre la ambición mesiánica de una Gran Rusia dominando el mundo.


No pretendo decir con esto que no hubo patriotismo de parte de un pueblo que aceptó todos los sacrificios imaginables para ganar la guerra. El pueblo ruso no tuvo nada que ver con la traición que
arrastró a ese conflicto. Al pelear contra su inicial aliado nazi, como lo hizo, sólo luchaba por su propia supervivencia.


Fueron sus dirigentes los responsables. Fue también el momento en que la URSS estuvo más alejada de los principios y la moral marxista. Y fue también el momento más glorioso de la historia del pueblo ruso.


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En mis tiempos de universitario estaba de moda la glorificación de Pavlik Morozov entre mis compañeros de aula. Pavlik era un ejemplo frente al cual todos debíamos inclinarnos. Nos habían entregado copias maltrechas de poemas y traducciones de recortes de la prensa soviética, exaltando su figura inocente y su inmenso sacrificio.


Lo que trataban de inculcarnos era la idea de que la vida de ese muchacho soviético era digna de mulación, sin importar las consecuencias. Inconscientes, mis compañeros solían recitar de memoria alguna de esas evocaciones glorificadoras. Pavlik no sólo era un héroe de la Unión Soviética sino un ídolo de las juventudes comunistas en todo el mundo. Si se quería el privilegio de pertenecer al partido y ser un fiel marxista-leninista, tenía que aceptársele casi como una figura mítica, entender el valor
de su acción y la importancia de su sacrificio.

En una importante plaza de Moscú, una estatua de este héroe juvenil simbolizaba la trascendencia de su vida en el desarrollo y consolidación de la revolución bolchevique. El Palacio de la Cultura de los Pioneros Rojos llevaba en honor su nombre. La Komsomol, el organismo juvenil del Partido Comunista de la Unión Soviética, predicaba a los jóvenes la necesidad de aprender de esa vida excepcional.


La propaganda oficial enseñaba a los muchachos rusos, y a los jóvenes del extranjero, que los hechos de Pavlik representaban un ideal que debía ser imitado. En el ardor de mis años de estudiante, en los que la universidad vivía tiempos de reforma, como a la mayoría de los compañeros de aula y de tertulia y doctrinamiento marxista, la vida de ese héroe sonaba a los oídos como una música llena de esperanzas.


Pero ¿quién era en realidad ese muchacho que la propaganda soviética glorificaba tanto? Pese a la intensidad abrumadora y brutal de las enseñanzas que recibíamos entre clase y clase, una inquietud comenzó a asaltarme noche y día.


¿Quién fue en verdad Pavlik Morozov? No me costó trabajo descubrirlo. Nativo de la aldea de erasimovka, Pavlik era el hijo de un campesino que había dado sobradas muestras de lealtad y dedicación a la causa de la revolución comunista. A comienzos de los años 30, cuando la furia de los vientos de la colectivización se intensificaron, la historia le deparó a ese humilde campesino soviético el privilegio de la posteridad; un lugar en la historia del movimiento comunista. Lo consiguió de la manera más difícil: traicionando a su propio padre.

Alrededor de 10 millones de campesinos habían sido víctimas del despojo stalinista. Sobre las inmensas praderas cubiertas de nieve y sangre, tapizadas de cadáveres de hombres y animales, Stalin consolidaba su poder y afianzaba el comunismo. En 1932, la resistencia a la colectivización era todavía muy fuerte. Los
campesinos que aun conservaban sus propiedades, denominados despectivamente kulaks por el gobierno y el partido, libraban sus últimas batallas. Una noche, varios de ellos encontraron refugio en
la casa de Pavlik. El padre de éste los había ocultado, evitando así que la furia stalinista cortara sus pescuezos.


Cuando Pavlik, de 14 años, se dio cuenta de ello, acudió a las autoridades y denunció la traición de su progenitor. Los hombres del partido le recompensaron exaltando su delación como un gesto digno de un gran comunista. En su propia presencia, su padre fue fusilado y poco después el mismo Pavlik fue linchado en represalia por una multitud de campesinos iracundos.


Esa y no otra historia era la que se enseñaba a jóvenes estudiantes a emular como ejemplo del deber de un comunista digno. Esa era la proeza que los partidos de tal ideología glorificaban a través de la difusión de escritos como aquél de Komsomolskaya Pravda que innumerables veces leí y escuché en los predios universitarios:

“En esta casa de troncos se efectuó el juicio en el que Pavlik desenmascaró a su padre por haber dado refugio a kulaks. Esta es un reliquia que estremece el corazón de Gerasimovka y de toda la Unión Soviética”.

Por desgracia, esa es la reliquia que sigue, todavía desaparecida la Unión Soviética, conmoviendo el corazón de algunos jóvenes dominicanos y del resto del mundo.

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