Tienen razón quienes lamentan la pobreza del debate y bastaría con lo que usuarios de las redes creadas por partidos y candidatos dicen a diario de las opiniones de quienes han incluido en sus listas de objetados. Un listado negro, hijo de la intolerancia, de viejos adversarios y de quienes incluso gozaron alguna vez de sus afectos y hoy no concuerdan con sus discursos electorales.

Antaño se creía que esa extrema intolerancia provenía únicamente de la esfera oficial. Pero hoy la vemos con absoluto asombro, provenir no solo desde círculos adheridos al poder, sino de iglesias y litorales políticos, donde muchos hasta hace poco beneficiarios de la corrupción, que hoy denuncian con absoluto desprecio de sí mismo, se autoerigen profetas de la redención y de la moralidad pública. Cuán penoso es observar jóvenes líderes de potencial creciente, promesas del relevo generacional, rendidos a la tentación de doblegar la constancia de quienes, en el multicolor escenario de las ideas, ven que no todo es oscuro en el Gobierno y en la gente que lo integra, ni todo diáfano en la acera del frente.

Y qué pena en realidad es saber que personas de calidad, y con porvenir político, ceda al terrible encanto de asociar su esfuerzo a gente siempre dispuesta a embarrar reputaciones. Incluso, la de aquellos que en muchos momentos de sus vidas vieron pasar la fortuna material por la puerta de su casa a grandes gritos y optaron por mirar hacia otro lado para dejarla pasar y no caer en la desdicha de deshonrar sus buenos nombres y los de sus familias.

Por eso, cuando se escucha que algo anda mal en el tono de la discusión de los temas fundamentales de la República, cuya alta resonancia y el ruido que genera afecta el oído y amenaza el tímpano de la nación, con dolor cualquiera se siente inclinado a admitir que esa terrible realidad ahuyenta el nivel de tolerancia y respeto que el futuro nos reclama.

Posted in La columna de Miguel Guerrero

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