Miguel Guerrero lanza “Jaque a la libertad. El derecho de no asociación”
Miguel Guerrero lanza “Jaque a la libertad. El derecho de no asociación”

Este es un primer borrador de uno de los capítulos de un libro sobre las guerrillas del  Movimiento Revolucionario 14 de Junio, en la que resultó muerto el líder del grupo Manuel Tavárez Justo (Manolo) el 29 de noviembre de 1963, en el que he estado trabajando desde finales de la última década del siglo pasado. El libro estará probablemente listo para su publicación en el primer trimestre del año próximo.

El 25 de septiembre de 1963, un golpe cívico militar incruento, destituyó al primer gobierno democráticamente elegido en más de tres décadas. La asonada envió al exilio al presidente depuesto, el profesor Juan Bosch. Dos meses después, la dirigencia del Movimiento Revolucionario 14 de Junio, se alzó en armas iniciando lo que fue un fallido intento de restablecer el gobierno constitucional al través de la lucha guerrillera. La narración que sigue es un  primer borrador que describe la suerte de uno de los siete focos guerrilleros que intentaron operar en noviembre de ese año y que será un capítulo de un libro sobre el que he estado trabajando desde comienzos de la última década del siglo pasado. El libro no tiene título todavía, pero podría ser : “¡Manolo, Manolo!”

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La delgada y diminuta mujer se sobresaltó al escuchar el sonido del teléfono. Presentía que a esa hora de la mañana, nadie llamaría a menos que no fuera para algo por lo que esperaba impacientemente durante semanas. Como muchos otros dirigentes del Catorce de Junio, Carmen Josefina Lora Iglesias (Piky), levantó el auricular en las primeras horas de la mañana del 25 de septiembre de 1963 y escuchó las ins- trucciones de abandonar el lugar y esconderse en un sitio seguro. Por fin, el golpe de Estado contra el ahora ex presi- dente Juan Bosch terminaría creando las condiciones para la insurrección para la que esperaban durante meses.

La frágil abogada  de  23  años  contuvo  la  emoción  que le  estremecía  todo  el  cuerpo  y  esbozó  una  fugaz  sonrisa de triunfo. Sabía que su vida corría peligro, pero eso no le

preocupaba. Lo importante ahora era prepararse para el gran momento; se presentaba la oportunidad que el golpe militar, que su partido creía desde hace meses inevitable, ofrecía a los jóvenes revolucionarios como ella para iniciar la revolución que transformaría las arcaicas estructuras sociales del país.

La espera no resultó fácil. Graduada dos años antes de abogada, con apenas 21 años de edad, había logrado ascen- der a un puesto en el Comité Regional del Cibao del Cator- ce de Junio, con asiento en Santiago, su ciudad natal. Sus labores profesionales, como asistente del consultor jurídico del Instituto Agrario, doctor Fabio Rodríguez, le valieron importantes misiones políticas en la capital, donde ahora re- sidía. Piky pudo más tarde establecerse en la casa de una pa- reja simpatizante de la causa, los esposos Ubi Rivas y María Onelia Mahua Aquino, en la calle Benito Monción, a pocas yardas de la calle Santiago, justo al lado de la residencia del general Elby Viñas Román, secretario de las Fuerzas Arma- das.

Después de colgar el teléfono, y siguiendo los planes previamente concebidos, Piky se registró con su hermano Junio, estudiante de agronomía y un año menor que ella, en una habitación del hotel Jaragua, simulando una pareja en luna de miel. Permanecerían allí una semana, junto con un grupo de dirigentes de su misma organización a los que el administrador del establecimiento, Eddy Bogaert, acogió por instrucciones de la dirigencia del partido.

Los vínculos de Bogaert con el movimiento se remonta- ban a sus mismos orígenes. En una finca de un pariente, en Mao, se había realizado el 10 de enero de 1960, la reunión en la que se dio vida al movimiento clandestino que sellaría la suerte de la tiranía de Trujillo. Bajo el liderazgo de Manuel Aurelio (Manolo) Tavárez Justo, el movimiento adquirió en esa finca el nombre de Catorce de Junio, en memoria de los héroes de la fracasada expedición que en 1959 había desem-

barcado por Constanza para iniciar una guerra de guerrillas contra la dictadura establecida a sangre y fuego desde 1930. Al igual que los demás dirigentes y miembros de ese movi- miento, Bogaert había sufrido los horrores de las ergástulas trujillistas. Por esa razón, no puso reparos cuando se le pidió su colaboración para el momento en que el partido lo re- quiriera. Cuando Piky y su hermano Junio y otros extraños personajes se presentaron al hotel en busca de alojamiento la mañana del golpe de Estado, Bogaert supo que había lle- gado la hora de cumplir con un compromiso y él mismo se ocupó de acomodarlos.

Justamente una semana después, Piky recibió otra lla- mada telefónica. Dentro de la relativa seguridad que le ofre- cía su cómodo escondite, la espera resultaba muy aburrida y monótona. Se pasaba casi todo el tiempo dentro de la ha- bitación, jugando a las cartas, a la espera de nuevas instruc- ciones, que ahora llegaban finalmente con este nuevo aviso. La llamada provenía de uno de los más altos dirigen-

tes del partido, Hipólito (Polo) Rodríguez Sánchez, que le ordenaba trasladarse de inmediato a otro refugio, en el nú- mero 101 de la calle Wenceslao Álvarez, del exclusivo sector residencial de Gascue.  Allí  vivía  Josefina  Aquino,  hermana de la esposa de Ubi Rivas, desde donde podía trasladarse a diferentes lugares para cumplir nuevas tareas revoluciona- rias. La principal de ellas sería el traslado de armas a lugares estratégicos cercanos a los futuros frentes guerrilleros.

Varios días después de la llamada de  Polo  Rodríguez, Piky se trasladó en compañía del ingeniero Negro Peguero, al batey Lechuga, en una colonia cañera de la zona oriental. En el taller de un amigo, desarmaron previamente un viejo Peugeot y colocaron varios fusiles y pistolas detrás de los faroles delanteros que entregaron en altas horas de la noche. A este primer viaje siguieron otros. A cada regreso a Santo Domingo, volvían a desarmar el automóvil para llenarlo de armas y repetir la operación.

Para evadir la estricta vigilancia militar, simulaban an- dar en parrandas, con un radio a todo volumen, trajes de baño, botellas de ron y neveras portátiles llenas de hielo, con Piky vestida como una prostituta. Una noche, durante un registro en la carretera, el oficial los observó y le reprochó en tono paternal:

—¡Estos no son tiempos para andar en estas cosas!

El llamado del deber revolucionario llegaría más tarde y en forma distinta al estudiante de cuarto año de secunda- ria de 18 años, de fuerte educación religiosa, oriundo de La Vega. Al igual que sucedía con muchos jóvenes de su edad, para Rafael Pérez Modesto (Rafa) el aviso que le fue dado personalmente por un dirigente del partido enviado desde la capital, era la soñada oportunidad de hacer la revolución a través de las armas.

Pese a su escasa formación política, Rafa figuraba en los planes de alzamiento del Catorce de Junio. Y a diferencia de aquellos a quienes seguía, su instrucción no provenía de los textos de enseñanza marxista, sino de la prédica monacal. Había sido seminarista y como clérigo llegó a ser asistente de monseñor Francisco Panal Ramírez, el obispo de La Vega que tantas veces desafiara la furia del tirano con sus sermo- nes dominicales. Provenía además de una familia de mili- tancia antitrujillista. Uno de sus tíos había guardado prisión dos años por haber participado en actividades contrarias al régimen a finales de los años 40 con el movimiento Juventud Democrática. Desde muy temprana edad, esa experiencia fa- miliar contribuiría a marcar sus inclinaciones políticas. A los 18 años, Rafa era ya un hombre decidido a arriesgar su vida por la causa de la revolución.

Como líder estudiantil, estaba fichado por la policía. Para protegerlo de la represión oficial, el partido envió me- ses antes a su joven cuadro a una escuela en una apacible y apartada comunidad de la provincia. Fue allí, días después

del golpe, donde el emisario fue a avisarle que debía estar lis- to para incorporarse al levantamiento guerrillero que habría de producirse en las semanas siguientes.

La orden no le sorprendió. De alguna manera, Rafa se encontraba dispuesto para el compromiso. Su falta de entre- namiento militar y su desconocimiento del uso de las armas de guerra no representaban un impedimento para jóvenes como él. Toda su preparación consistía en largas caminatas por las lomas de Guaigüí, que fortalecían sus piernas y su resistencia a la fatiga física. Pero eso sería suficiente. Sus contactos con la organización le enseñaron que la guerra no se decidía únicamente por la formación militar. El método de hacer la guerra se adquiría haciéndola y eso era, precisa- mente, lo que estaban a punto de comenzar. A partir de ese momento, Rafa, como muchos otros elegidos para el mismo propósito, arreció su entrenamiento, haciendo más largas y frecuentes sus caminatas, y madrugando para escalar las montañas del alrededor.

Cumpliendo otros encargos, el joven de 18 años empezó a abandonar su relativa clandestinidad para trasladarse a es- cuelas y liceos de la zona y promover manifestaciones calle- jeras. La idea era crear un ambiente de agitación propicio al futuro alzamiento, provocando la mayor represión posible a fin de indisponer a la población contra el gobierno de facto.

Los planes de insurrección del Catorce de Junio entrelazarían las vidas de este joven estudiante y la de la aguerrida abogada Piky, con la de un fornido capitán del Ejército de 25 años, Miguel Ángel Calderón Cepeda, experto en contrainsurgencia, que había prometido al Catorce de Junio unirse con sus tropas a las guerrillas.

A despecho de la baja temperatura, el joven oficial sintió correr el sudor por todo su cuerpo. Miró a su alrededor y se entretuvo con el espléndido paisaje. Los rostros cansados y ansiosos de sus tropas en trajes de faena, luego de una ago-

tadora jornada de ejercicio, hacían un extraño contraste. El verdor de los cultivos se entremezclaba con la densa neblina que empezaba a cubrir toda la extensa llanura de aquel frío y tranquilo valle, en lo más alto de la cordillera, impregnando el ambiente de una extraña y dulce sensación de paz y armo- nía. El capitán Calderón Cepeda ordenó romper filas y vio alejarse a sus hombres, fusiles en mano, hasta el pabellón de la Segunda Compañía de Montañas del Ejército, con asiento en Constanza, de la cual era oficial comandante.

Aquel centenar de hombres constituía, por su destre- za para el combate, la élite misma de las Fuerzas Armadas. Eran fieles soldados adiestrados para la lucha en las peores condiciones, con un alto espíritu y un consagrado sentido de cuerpo. El capitán los vio alejarse susurrando canciones de guerra y se dijo que esa era la clase de soldado que hacía sentir orgulloso a cualquier oficial.

Sentado sobre la espesa hierba aquella fría tarde de fina- les de noviembre de 1963, el prometedor oficial tuvo tiempo para una larga reflexión. Sus primeros pensamientos fue- ron para su esposa e hija, residentes en Santo Domingo, a las cuales no veía en dos semanas. Después desechó las de- formes imágenes que le intranquilizaban y muy pronto su mente se aclaró. Sabía que no tardarían en llamarle para el momento crucial para el cual se preparaban militarmente durante meses. A partir de ese instante, todo el dolor físico y el cansancio derivado de las frías y hambrientas faenas de entrenamiento en las condiciones más adversas entre mon- tañas, pasarían a ser juegos de niños. La guerra de verdad comenzaría pronto y como líder de un batallón de 113 hom- bres, le correspondía una doble responsabilidad. Tenía que velar por la seguridad de sus fuerzas y mantener elevada la moral de combate. Esa era su obligación como oficial. Pero existía otra razón que martillaba fuertemente en su cerebro, la cual se relacionaba con su creciente inclinación revolucio- naria y el compromiso contraído con líderes del Catorce de

Junio, especialmente con el propio Manolo Tavárez, de unir- se con parte de sus tropas, las mejor entrenadas del Ejército, a la insurrección guerrillera a punto de estallar.

Lo que verdaderamente preocupaba al  capitán  Calde- rón Cepeda era el hecho de que el alzamiento, y muchos de sus planes específicos, eran  ya  del  dominio  de  las  fuerzas de seguridad del gobierno, que sólo esperaban por éste para proceder a su aniquilación total. Los servicios de inteligen- cia conocían de antemano el alcance de estos planes, puesto que seguían muy de cerca las actividades del Catorce de Ju- nio. Él estaba enterado porque había recibido  la  informa- ción directamente del líder del partido, con quien sostuvo reuniones clandestinas durante meses. Sospechaba que así como los organismos de seguridad sabían de tales aprestos, también podían poseer informes de sus contactos con la or- ganización, declarada ilegal tras el golpe de Estado. Si esto fuera así, él no tendría escapatoria.

Pensó cómo había llegado hasta allí y recordó sus pri- meros contactos con el doctor Florencio Estrella, a los que siguieron reuniones con otros dirigentes del partido y luego, cuando le encontraron ya decidido, con Polo Rodríguez y Luis Genao Espaillat, futuros comandantes de frentes gue- rrilleros. Y finalmente con el propio Manolo Tavárez, la pri- mera vez en Constanza, por la gestión de un amigo común, el padre Rafael Mauricio Vargas, quien prestó la casa conti- gua a la iglesia de la que era párroco para que esta reunión, a la que siguieron varias en otros lugares, se diera dentro de la mayor seguridad y hermetismo.

Vargas, oriundo de La Vega, era un sacerdote de la or- den Diocesana, recién acabado de regresar de Roma. Esta- ba temporalmente encargado de la parroquia de Constanza, donde conoció al capitán. Al cabo de muy poco tiempo eran ya muy buenos amigos, con el religioso sirviendo de  con- fesor y confidente del oficial. Calderón Cepeda visitaba fre- cuentemente la iglesia y la casa de Vargas, ocasiones en las

que solían conversar de moral, filosofía y política. Tal llegó a ser el grado de intimidad y afecto que el militar llegaría a considerar al cura como un padre, a pesar de que el último era sólo diez años mayor que el primero.

Dos hermanos de Vargas, Zacarías Nicomedes y Juan Tomás, eran miembros del Catorce de Junio y a petición de éstos, el sacerdote cedería su casa para una reunión entre su amigo el oficial y Manolo Tavárez y otros dirigentes del partido. Como buen anfitrión, les preparó bocadillos y tra- gos, pero no tomó parte en la entrevista. Calderón Cepeda llegó al lugar vestido de militar, recordaría el religioso trein- ticuatro años después, en conversación con el autor. Manolo calzaba botas y se cubría la cabeza con un sombrero. Su camisa mangas largas de fuerte color amarillo resaltaba en la escena.

El oficial abandonó la reflexión y se dirigió al pabellón de oficiales. Tal vez muy pronto, si se presentara la oportuni- dad de unirse a la guerrilla, no sería más el capitán Calderón Cepeda. Tendría que acostumbrarse a su nuevo nombre de guerra, “Gregorio”, con el cual le había bautizado Manolo Tavárez la noche en que ambos sellaron su compromiso. El sobrenombre implicaba una distinción; recordaba los es- fuerzos del prócer Gregorio Luperón, héroe de la guerra res- tauradora de la independencia, en el siglo diecinueve.

Calderón aseguró al autor, en una entrevista cele- brada el 24 de septiembre de 1997, que había grabado y entregado a Manolo Tavárez una proclama anunciando al pueblo y a sus compañeros de armas su decisión de unirse al levantamiento. La proclama debía difundirse por la radio. En otra entrevista hecha el 17 de octubre del mismo año, el doctor Mario Fernández Muñoz, que había sido designado miembro del Buró de Resistencia Interna por la dirigencia del partido, aseguró que el ofi- cial entregó esa noche la cinta con su proclama al pro-

pio Manolo, quien se la pasó a él y a Roberto Duvergé con la encomienda de hacerla difundir llegado el mo- mento. Estaba en la propia voz del oficial… “muy bien escrita, bien ponderada”, recordó Fernández Muñoz, con una marcha militar de fondo. La idea consistía en simular un secuestro en Radio Cristal, situada en plena calle Del Conde, en la zona céntrica de la ciudad, y para ello contaban con la colaboración de los hermanos Luis Armando Asunción y Mario Báez Asunción, directivos y locutores de la estación.

A mediados de octubre, Piky Lora recibió nuevas ins- trucciones. Esta vez tenía que trasladarse a una casa en San José de Ocoa de una familia de apellido Sención, a la que no conocía. Allí fue a buscarle días después Ramón Sanz Espejo, dirigente del Partido Revolucionario Dominicano (PRD), del derrocado presidente Bosch, quien le dejó en las estribaciones de la cordillera central, en un lugar remoto y desolado a partir de donde no podían seguir en vehículo. Le esperaba un campesino con una recua de mulos en com- pañía del cual comenzó a subir. Tras una travesía de horas, llegaron a la casa de su acompañante, donde lo primero que ella hizo fue vestirse como una campesina.

Su responsabilidad, en la que Polo Rodríguez cifraba el éxito de la insurrección en aquella zona, consistía en formar centros de abastecimientos de alimentos para la guerrilla y sembrar la semilla de la revolución en la mente de los cam- pesinos, hablándoles en su propio lenguaje. Para cumplir esta misión, Piky se hacía pasar como una maestra. Empezó su tarea alfabetizando niños, a la espera de la confirmación de la fecha del levantamiento.

Era un lugar muy adentro en la cordillera, con tempera- turas que le hacían temblar de frío y le helaban los huesos, especialmente en aquellas noches largas de insomnio, a las que  seguían  madrugadas  de  espesa  neblina  en  las  que  los

arroyuelos amanecían cubiertos  de  escarchas.  Las  frazadas y la gruesa ropa militar, sin armamentos, que formaban par- te de su cargamento, no resultaban suficientes para conte- ner sus convulsiones en aquellas solitarias noches de larga espera.

Mientras aguardaba por sus compañeros para unirse a la guerrilla, y se afanaba por llenar a cabalidad su peligrosa misión, Piky se dijo en más de una oportunidad que la ex- periencia por venir iba a ser en extremo difícil. Con razón aquel recóndito lugar se llamaba Quita Sueño.

Polo Rodríguez y otros compañeros suyos del Buró Mili- tar del partido habían estado antes por aquella zona, en bus- ca de apoyo y tratando de familiarizarse con el terreno. Polo conocía el pequeño poblado donde ella estaba y un lugar cercano llamado La Horma, relativamente próximo a Ran- cho Arriba, donde operaba un puesto militar. En todos los alrededores creía tener amigos y por ende las primeras co- lumnas de una futura base social para la guerrilla. El papel que se le tenía reservado a Piky, una vez establecido el frente, era la de servir de mensajera con los lugareños, de manera que pudiera trasladarse fácilmente a la ciudad, tantas veces como fuera necesario. Le favorecía su aspecto físico, pare- cido al de una campesina, con sus apenas cinco pies y dos pulgadas y sus escasas 98 libras de peso. Piky carecía de en- trenamiento militar, en cambio, pese a su débil contextura física, era una buena atleta que corría, nadaba y montaba a caballo con suma facilidad.

En su fuero interno, sin embargo, estaba convencida de que todo eso no era suficiente para vencer o sobrevivir a las duras pruebas que se acercaban.

El repentino arresto en la capital de los futuros coman- dantes de frente, Leandro Guzmán y Daniel Ozuna, modificó la composición de algunos grupos destinados a la insurrec- ción, y cambió la vida de Manuel Lulo Gitte, de 32 años,

presidente del comité del partido en Moca, provincia Espai- llat. Ingeniero civil de profesión, ocupaba una importante posición en la Dirección Nacional de Recursos Hidráulicos, adscrita a la Secretaría de Estado de Agricultura. Durante la represalia oficial que siguió al golpe contra Bosch, las au- toridades allanaron y desvencijaron su casa y la oficina del partido que él dirigía en Moca, pero no pudieron detener- le. Lulo estuvo un corto tiempo en la clandestinidad la cual cesó por gestiones de amigos suyos con influencias en el go- bierno de facto.

Sus funciones públicas en la Dirección de Recursos Hi- dráulicos, a las cuales se reintegró, serían de mucha ayuda al Catorce de Junio. Utilizando vehículos a su servicio y apro- vechando inspecciones rutinarias por distintas regiones del país, Lulo lograba reunirse con la cúpula de su organización con cada viaje a Santo Domingo y Santiago.

Sus proyectos personales no incluían aventuras gue- rrilleras. En realidad, el golpe de la madrugada del 25 de septiembre frustraría sus planes de obtener una beca de la Alianza Francesa para estudiar en París, cuyas gestiones es- taban muy avanzadas. El comité central veía con agrado la posibilidad de que un cuadro tan importante como él mejo- rara su preparación y apoyaba su viaje. Pero el golpe militar, el paso del partido a la clandestinidad y el arresto policial de Guzmán y Ozuna, colocaron su nombre en la lista de la guerrilla.

Debido a su buena calificación  intelectual,  no  obstante su falta de preparación militar, Lulo fue designado  Comi- sario Político del frente de Ocoa o Los Quemados, bajo las órdenes directas de su comandante Polo Rodríguez. Durante el período de preparativos, se le convocaría para algunas de las decisiones más relevantes. En sus frecuentes  contactos con la dirigencia, Lulo se comprometió a conseguir algunos de los vehículos a utilizar en el traslado de los insurgentes a los lugares desde donde iniciarían, en diferentes frentes, la

marcha hacia las montañas. Uno de los ocupantes sería el propio Manolo Tavárez, comandante en jefe del alzamiento. La distinción que esto representaba y sus aportes valio-

sos en el campo de la información estratégica, le permitieron tomar parte en discusiones reservadas sólo a la cúpula en situaciones normales. Lulo mostraba copias de fotografías aéreas de zonas montañosas tomadas al amparo de sus fun- ciones públicas, para tratar de convencer a La Infraestruc- tura, el comité del partido responsable de organizar la lucha armada,  que  no  era  indispensable  un  alzamiento  formal, en el estilo clásico. Estaba dispuesto a garantizar el trasla- do paulatino pero seguro del grueso de los combatientes a los sitios predeterminados. Sería una operación más lenta pero segura. Con el pretexto de cumplir una tarea oficial de inspección, Lulo se ofrecía a conducir, en los vehículos del gobierno bajo su control, a muchos guerrilleros a lugares próximos a sus futuros puestos de combate, sin levantar sos- pechas.

Los líderes de La Infraestructura no prestaron demasia- da atención a esta sugerencia, convencidos de que todo el esfuerzo de planificación respondía a los objetivos trazados y que nada obstaculizaría por ende el levantamiento. A des- pecho de todo esto, Lulo insistió en que no se produjeran más aplazamientos. Los cambios de fecha para el inicio de la insurrección estaban afectando la moral de los escogidos. Su problema consistía en que la incertidumbre sobre la fecha comprometía la posibilidad de disponer de los vehículos a su servicio.

El 28 de noviembre, fecha en que finalmente se produci- ría la insurrección, cumpliendo una obligación laboral, Lulo viajó temprano en la madrugada a Santiago Rodríguez para seguir unos estudios sobre la construcción de la Presa de Rincón, sobre el río Mao, y no regresó a Moca hasta entrada la tarde. En aquel lugar realizaría lo que llamó su último entrenamiento previo a la guerrilla, al caminar unos siete

kilómetros desde el lugar donde dejó el jeep al sitio en que se levantaría la obra.

Uno de los vehículos de la dependencia de la Secretaría de Agricultura que el ingeniero Lulo reservó para trasladar a los insurgentes, fue estacionado en Bonao para recoger a los que integrarían el frente a cargo de Polo Rodríguez. Era un camión que permitía transportar con poca holgura a más de una veintena de personas. Lulo condujo hasta allí en una camioneta Wolkswagen, después de detenerse en Cutupú, La Vega, para recoger a un chofer, siguiendo las instrucciones del alto mando. Detrás le seguía su hermano Emilio, al vo- lante de su Peugeot. Apoyados en la oscuridad de la noche, todos abordaron el camión de la Dirección de Recursos Hi- dráulicos y emprendieron silenciosos, pero llenos de opti- mismo, el largo trayecto hacia las montañas. Emilio Lulo y el chofer recogido en Cutupú, regresaron a Moca conducien- do la Wolkswagen y el Peugeot.

El grupo a cargo de Polo Rodríguez estaba compuesto por 29 personas. Siguiendo las recomendaciones del par- tido, los integrantes del frente llamado a operar en los al- rededores de San José de Ocoa, esperaron hasta entrada la noche para trasladarse a los diferentes lugares por donde irían a buscarle para llevarle al punto de encuentro común en Bonao. Rafa Pérez Modesto pudo identificar, pese a la oscuridad, a muchos rostros conocidos. Hizo una inspec- ción mental y comprobó que por lo menos ocho eran de La Vega (Arturo Mesa Beltré, José Francisco González Michel, Francisco Peralta Trinidad, Rafael Abud Adames, Marcelino (Jubilón) Jiménez, Antonio Mirabal, primo de las hermanas Mirabal asesinadas en noviembre de 1960 por la tiranía de Trujillo, y Hugo García Muñoz).

Después de recogerlos a todos, los hermanos Manuel y Emilio Lulo Gitte tomaron la autopista Duarte, en repara- ción, y en un punto entre La Vega y Bonao alcanzaron un desvío hasta llegar a un molino de arroz, donde aguardaron

por el núcleo de dirección que procedía de Santo Domin- go entre los cuales estaba Polo Rodríguez, el comandante, Eddy Rosa, estudiante de arquitectura que había recibido entrenamiento militar; Gonzalo Pérez Cuevas, ex sargento del Ejército con amplios conocimientos de lucha anti-gue- rrilla; Arsenio Ortiz Ferrand, de origen cubano y veterano de la revolución castrista; y un joven de Baní llamado Homero Bello Suriñán.

Rafa Pérez comprobó en su reloj de pulsera la hora de partida: las 10:00 p.m. Miró a su alrededor y hasta donde pudo permitirle la excitación, vio a sus dos compañeros de Moca, Manuel Lulo y Rafael Peralta, mientras se  acomo- daban en la parte trasera del camión. Aquino Pimentel, de Bonao, y Adolfo González, La Hierba, un prometedor beis- bolista de Santiago, fueron de los últimos en subir, tras lo cual el grupo fue cubierto por una lona, emprendiéndose la marcha.

El camión con su pesada carga de guerrilleros y armas avanzó lenta y dificultosamente por un estrecho camino has- ta alcanzar un puesto de policía, donde fue detenido para un chequeo. Polo Rodríguez, que ocupaba el asiento delantero derecho, al lado del conductor, entregó al suboficial una bo- tella de ron y dinero en efectivo. El hombre se hizo a un lado y permitió que el vehículo pasara por un pequeño puente que mostraba la ruta hacia Los Quemados. Kilómetros más adelante, donde finalizaba el camino, el camión se detuvo y el grupo inició, en medio de una densa e impenetrable os- curidad la lenta y fatigosa marcha a pie hacia las lomas. El vehículo tomó el trayecto de regreso, ya libre de su carga.

Para muchos este primer esfuerzo de guerra sería su- perior a sus capacidades físicas. Tras las primeras horas de marcha, entre senderos escabrosos y de peligrosa inclina- ción, el desfile se hizo más lento para permitir la marcha

conjunta de la columna. Los guerrilleros se vieron esa mis- ma noche precisados a deshacerse de alguna carga, conte- niendo alimentos y medicinas. Con todo y esto, el peso sobre sus espaldas seguía resultando demasiado para la mayoría, formada por hombres poco acostumbrados a este tipo de faena. Las empinadas cuestas, llenas de curvas y obstáculos, dificultaba el ascenso.

La larga caminata le pareció interminable a Rafa Pérez aún en la primera noche. Estuvo tentado de preguntar si ha- bían confundido el camino pero se aferró a la disciplina y mantuvo silencio. Sin embargo, se percató de que las debi- lidades del grupo eran demasiado visibles. Antes de que la oscuridad cediera su espacio a los primeros rayos de luz de la madrugada del 29 de noviembre, el ánimo comenzó a des- fallecer. Juan José Matos Rivera (Pachón), que había recibi- do entrenamiento en Cuba, detuvo abruptamente su ritmo y se sentó vencido por el cansancio. Sintió nauseas y vomitó.

La columna redujo su marcha apremiada por las señales de agotamiento del ingeniero Lulo. El rifle que colgaba sobre su hombro derecho unido al contenido de su mochila, que sumaban más de 60 libras, resultaba un fardo demasiado pe- sado y ponía en evidencia su falta de preparación física. A pe- sar de su juventud y de su entusiasmo, Lulo le parecía al res- to de la columna muy obeso para iniciarse como guerrillero. Polo Rodríguez pasó revista a la situación, dispuso un ligero receso y ordenó un rato después la continuación de la marcha. Los tropiezos iniciales de la primera noche ha- bían ya de hecho impedido que el grupo se internara pro- fundamente en las montañas, en ruta hacia su destino final. Siguiendo la lógica guerrillera, Polo comenzó el ascenso en un punto lejano al escogido como centro de operación. Su propósito era evadir todo contacto con el Ejército. De mane- ra que la experiencia inicial de aquella primera noche iba a

resultar catastrófica para sus planes.

Polo había recorrido ya toda aquella zona varias veces desde 1962 y el Catorce de Junio se proponía operar el grupo bajo su mando dentro de un amplio radio de acción en Ocoa, donde Piky Lora trataba de crear las bases de apoyo logístico, canales de comunicación con la ciudad y adhesión entre los campesinos de la región. La ruta desde las cercanías de Bo- nao, tenía un propósito de diversión: confundir a las tropas acerca de los objetivos y la ubicación real de los insurgentes. La estrategia no aportaría ninguna ganancia, debido a la lentitud con que inició su ascenso la columna y al hecho de que fueron dejando huellas de su presencia por todas partes. A medida que avanzaban y se hacía más pesada la carga, al- gunos guerrilleros fueron autorizados a despojarse de parte de ella. Los rastreadores del Ejército encontraron en estas

señales un camino seguro para seguirles el paso.

Después de más de ocho o nueve horas de marcha, du- rante un breve y forzoso descanso, el grupo alcanzó a divi- sar, entre la todavía densa oscuridad del amanecer, las luces desfallecientes de la ciudad de Bonao, desde un plano prác- ticamente horizontal. Rafa Pérez consultó su reloj y fijó en su mente el momento: eran cerca de las seis de la mañana. A través de su lento y agotador recorrido habían visto pasar cerca de ellos a muchos campesinos, que también se per- cataron de su presencia. Sin embargo, lo que más pareció preocuparles fue enterarse de que, a despecho del tremendo esfuerzo, se encontraban todavía al pie de la montaña, prác- ticamente en un llano.

Ante la imposibilidad de continuar la marcha, a causa de la naciente claridad que podía delatarlos, Polo Rodríguez dispuso bajar a una hondonada llamada Bejuco Aplastado, donde adoptaría la primera decisión importante desde el punto de vista militar. Polo era un experimentado dirigente entrenado en Cuba, China y Vietnam. De complexión delga- da, que le hacía parecer más alto de lo que en realidad era, poseía en cambio un fuerte carácter y un innegable carisma

que le hacía muy popular entre su gente. Nadie discutía su autoridad. Médico de profesión, sentía un desprecio por el peligro que rayaba en lo temerario. Era “sumamente agresi- vo, muy ágil y temperamental”, diría treinticuatro años des- pués Rafa Pérez al autor.

Polo discutió con su Estado mayor la situación y decidió dividir la columna en tres grupos de nueve y diez combatien- tes. El guía campesino que andaba al frente de la columna desertó esa mañana y la noticia causó una gran consterna- ción. Debido a la poca seguridad que ofrecía el lugar donde había parado el grupo y, muy especialmente, por la huida del guía original, Polo ordenó la continuación de la marcha tan pronto comenzara a oscurecer. Luego dispuso una dis- tribución racional del dinero, los alimentos, las medicinas, las brújulas y algunos mapas y fotografías aéreas del terreno que llevaban en sus mochilas.

En cada uno de los tres grupos en que se dividiría a par- tir de entonces la columna, Polo designó un jefe militar, un comisario político y un encargado de enfermería. Después les trazó un plan que todos debían seguir para encontrar- se más adelante y reagrupar el frente. Rafa Pérez sintió un enorme alivio interior al saber que había quedado en el gru- po de Hipólito Rodríguez Sánchez (Polo).

Antes de autorizar la disgregación, Polo reunió a los más veteranos para una pequeña lección sobre el uso del variado armamento en poder del grupo en favor de aquellos que po- seían apenas una escasa noción al respecto. Rafa descubrió que algunos de sus compañeros jamás habían disparado con un arma de fuego. El joven estudiante de secundaria pres- tó atención a las instrucciones sobre el uso del Mausser y la pistola calibre 45. Los instructores desarmaron algunas armas para mostrarles sus partes y enseñarles cómo volver a componerlas. Sus vidas dependerían en lo adelante de sus habilidades para aplicar esos conocimientos.

Rafa hizo espacio en su mochila para varias raciones de leche condensada, carne salada y medicinas, mientras es- cuchaba las orientaciones generales de la comandancia. La rápida y única instrucción militar serviría también como un descanso y de relajamiento. Las órdenes eran muy precisas. Cada una de las columnas debía evitar a toda costa enfrenta- mientos con el Ejército. Tenían que evadir todo contacto con la guardia y encararla sólo en caso imprescindible.

Polo reunió a los tres grupos y pronunció un breve discurso. Dentro  de  poco,  les  dijo,  se  produciría  una gran reacción nacional de respaldo al alzamiento, con movilizaciones y choques con las fuerzas del gobierno. La situación generalizada de caos que ello provocaría estaba supuesta a generar un movimiento de descontento que culminaría en un contra-golpe. Frente a esa situación, ¿qué papel tocaría desempeñar a la guerrilla?, se preguntó Polo. La justa y correcta actitud sería la negociación, sin claudicar la lucha y sin entregar las armas. El gobierno naciente tendría necesariamente que hacerlos partícipe de una negociación en busca de una salida a la crisis. Naturalmente, razonaba, esta sería una posibilidad en una primera fase de la lucha. El objetivo final era alcanzar el poder e iniciar una revolución transformadora de las estructuras políticas y económicas del país. Todos debían, pues, estar preparados para una guerra prolongada.

Los grupos se separaron entrada la tarde, con una dife- rencia de media hora entre la salida de uno y otro.

La columna en que marchaba Manuel Lulo tuvo menos suerte que las demás. A escasas horas de haberse separado del resto, hizo contacto con un soldado extraviado de una patrulla enviada desde Constanza. El militar se rindió a tres guerrilleros después de un breve tiroteo. La pequeña refriega contravenía las instrucciones de Polo. El militar se entregó a Manuel Lulo, Antonio Mirabal y otro compañero, quienes en la confusión quedaron separados de su grupo.

Perdidos y con un prisionero a cuesta, Lulo asumió la conducción y después de examinar las fotografías aéreas de- cidieron tomar un arroyo para salir a una zona menos habi- tada desde la cual podían escalar la montaña. Lulo calculó que el camino que seguían parecía un trecho más corto, pero más peligroso debido a que esa podía ser la ruta a tomar por el Ejército. Un kilómetro más adelante, próximo al punto en que el arroyo se unía con el río Yuna, los encontró una pa- trulla, iniciándose un tiroteo.

Una bala alcanzó en un pie al militar que los guerrille- ros mantenían como prisionero y el trío se dispersó. Lulo no volvería a restablecer contacto con sus dos compañeros. Estaba muy cansado y se quedó atrás. Los calambres que habían reducido el ritmo de su caminata volvieron a atacar- le y no pudo más. Buscó un sitio apropiado para esperar la noche y se echó al suelo. Más tarde fue rodeado por tropas. Desde su escondite, Lulo podía ver con exactitud los movi- mientos de los soldados, que se iban aproximando al lugar donde él estaba tirado, completamente exhausto e indefen- so. De pronto, los soldados abrieron fuego cerrado sobre el monte. Lulo sintió caer a su alrededor una lluvia de hojas de árboles, mientras contemplaba a las tropas avanzar hacia él. Estaba escondido en una pequeña cueva cerca del río. Sentía los pasos de los soldados correr a su alrededor. Uno de ellos levantó un tronco que lo protegía de la visión de los soldados y al dejar al descubierto la pequeña deformación dio un brinco de susto y le apuntó con su fusil. Lulo le tran- quilizó diciéndole que él era su prisionero, después de tratar de convencerle de que aceptara dinero para dejarle escapar en la noche. El soldado se había separado de su columna y de pronto comenzó a gritar:

—¡Teniente, teniente, tengo a uno!

La patrulla llegó corriendo y le hizo preso, después de quitarle el fusil. Lulo vio con extrañeza que no le despojaran

también de la pistola que llevaba colgada al cinto, y dirigién- dose al oficial le reclamó:

—¡Desármenme. Acaben de desarmarme!

El prisionero fue trasladado de inmediato a la fortaleza de Bonao, a cuyo frente se encontraba el teniente coronel Hernando Ramírez. Le encerraron en una celda alrededor de la cual se formó una ruidosa demostración de soldados, uno de los cuales metió el cañón de su ametralladora por en- tre las rejas amenazándole con disparar. El coronel Ramírez restableció el orden y ordenó una vigilancia alrededor de la celda. Al día siguiente Lulo fue trasladado al cuartel general de la Policía en Santo Domingo, donde estaban ya detenidos otros dos miembros de su frente.

Muchos años después, Lulo se sometió a una ope- ración para curar una obstrucción en la aorta que los médicos en los Estados Unidos le dijeron que pudo ha- ber sido la causa congénita de los ataques de calambres que sufriera durante su breve experiencia guerrillera de finales de noviembre de 1963.

Mientras veía a los soldados avanzar hacia la cueva donde estaba guarecido, la tarde del 29 de noviembre de ese año en que fue detenido, Lulo tuvo tiempo para reflexionar con respecto a su recomendación de que la guerrilla comenzara de otra manera. Nunca estuvo de acuerdo con el lugar donde su grupo abandonó el ve- hículo y comenzó a andar. En su  opinión,  podían  ha- ber llegado más lejos evitando el cansancio inicial de una larga caminata. Reconocía los riesgos de pasar en vehículo por un cuartel de  policía  en  Los  Quemados. Sin embargo, el camino que finalmente recorrieron, tras una caminata de más de cinco kilómetros con una pe- sada carga sobre sus espaldas, a lo que muchos de ellos no estaban acostumbrados, los condujo  a  un  trecho muy cercano a ese mismo cuartel, punto más allá del

cual hubieran podido llegar, en mejores condiciones, en un vehículo.

En su entrevista con el autor, el viernes 17 de octu- bre de 1997 en su residencia en Santiago, Lulo rememo- ró algunas experiencias personales de aquellos inciertos días: “Cuando nosotros dejamos el camión,  cargamos con el exceso de cosas que llevábamos. Yo, por ejemplo, ese mismo día había caminado 6 ó 7 kilómetros de ida y otra distancia similar de vuelta (en Santiago Rodríguez) y esa era una rutina que yo hacía fácil en mi actividad. Pero esto era ahora en la loma, subiendo y bajando. A mí me endosaron, además de la mochila, dos sacos y un fusil (con medicinas y alimentos)”.

Lulo confesó que muy pocos de ellos estaban pre- parados para caminar con carga sobre sus hombros y espaldas. Los problemas se agravaron porque muchas caminatas eran dentro de arrozales. “Cada vez que me- tíamos un pie”, recordó, “nos daba más trabajo sacarlo. Era un camino muy fangoso”.  Después  se  internaron por una plantación de cacao, para volver a otro arro- zal, lleno de agua. A pesar de las largas caminatas de la noche del 28 y todo el día 29, la columna original de 29 hombres no alcanzó a escalar las montañas. Fue prácticamente al final de la segunda jornada de marcha cuando llegaron a la falda de una loma y cuando ini- ciaron en realidad el ascenso que muchos no llegarían a realizar.

Por su parte, el entonces capitán Calderón Cepeda estimó que gracias a su intervención, pudo salvar la vida al ingeniero Lulo Gitte, cuando este fue hecho pri- sionero por sus tropas. Lulo no recuerda haber conoci- do al oficial y en cambio dijo que el oficial que le detuvo era un teniente de apellido Guzmán. Calderón sostuvo, en su entrevista con el autor, que encontró al guerrillero “cansado, agotado físicamente. Era un hombre grueso

y cuando me vio estaba con otro que me identificó”. Les había puesto una emboscada “y cuando me le fui acercando estaban con carabinas Cristóbal en el suelo”. El ex oficial asegura que el compañero de Lulo exclamó: “Gracias a Dios que eres tú”, cuando él se identificó

con su sobrenombre de Gregorio.

La columna de nueve hombres bajo el mando de Polo Rodríguez escuchó el ruido de pasos en su retaguardia y au- tomáticamente todos se lanzaron al suelo. Desde sus pues- tos de observación, unos metros más arriba, los guerrilleros vieron pasar la patrulla mixta de guardias y policías enviada como avanzada.

A lo largo de todo su recorrido, en la madrugada y la tarde de ese segundo día, 29 de noviembre, decenas de cam- pesinos les vieron pasar cerca de sus conucos. A la gente de pueblo con las que se toparon, le dijeron que eran guardias cumpliendo órdenes de exploración. Las explicaciones no pa- recían muy convincentes y a esto se unían los errores que a su paso iban cometiendo. Uno de ellos, tal vez el más notorio, eran las cajas que el grupo original de 29 hombres abandonó en el lugar donde emprendieran su marcha. Las autoridades descubrieron este cargamento en las primeras horas de la mañana y de inmediato enviaron patrullas por toda la zona. Polo advirtió que una fuerza mayor de expertos an-

ti-guerrilla podía venir detrás de esta patrulla por lo que no podían revelar su posición. Un militar se desvió y penetró al lugar donde estaba la guerrilla, apuntando con su fusil a Eddy Rosa. Polo ordenó a Antonio Mirabal que le disparara. Al escuchar el disparo, la patrulla empezó a usar sus armas desordenadamente. El tiroteo fue intenso, pero no produ- jo bajas en la columna que no respondió el ataque para no identificar sus posiciones. Sin embargo, una nueva disgrega- ción afectó el pequeño grupo. En medio de la refriega, Frank Peralta, de La Vega, tomó a Rafa Pérez por un brazo y evitó

que se dispersara el núcleo, que corrió en busca de posicio- nes más seguras. Desde la relativa ventaja que le daba aho- ra su ubicación más alta, Polo encontró un refugio desde el cual podía observar el repentino teatro de operaciones.

Su advertencia de que la anti-guerrilla podía venir detrás de la patrulla mixta no tardaría en comprobarse. “Son tiros de Fal”, observó Pérez Cuevas, armas que sólo usaban las fuerzas especializadas del Ejército en la lucha anti-guerrilla. El fuego fue intenso y minutos después se escuchó un cambio de tono. Hay disparos de ambas partes. Desde su impugnable posición, la columna identificó el uso espaciado de otra clase de armas respondiendo a los Fal del Ejército. Era uno de los grupos separados que respondían tiro a tiro, como lo hace una guerrilla con poco parque.

Polo contó silenciosamente a sus hombres: Arsenio Reid Ferrand, Gonzalo Pérez Cuevas, Frank Peralta Trinidad, Ra- fael Peralta (La Tonga ), Arturo Mesa Beltré, Rafael Pérez Modesto y Adolfo González (La Hierba), el beisbolista. Era algo más de las cinco de la tarde cuando cesó el tiroteo. Des- pués de una breve exploración, Polo ordenó subir por una montaña sumamente alta e inclinada. Antes dispuso que se abriera fuego contra un punto que hizo creer a las tropas que tomaban otra dirección, táctica que por su efectividad elevó su prestigio entre el grupo. Con esa simple estratage- ma de diversión, Polo permitió que sus hombres pudieran salir del cerco y cruzar un río que los separaba de su próxi- mo objetivo. Caminaron sin detenerse durante el resto de la tarde y toda la noche, hasta el agotamiento. Fue una larga caminata, subiendo siempre, en fila india, con ligeros des- cansos, apenas suficientes para reponer fuerzas.

Polo aspiraba tener contacto muy pronto con los otros dos grupos. Pero la intensa ofensiva de la tarde anterior, 29 de noviembre, prácticamente diezmó a uno de ellos. En la mañana del día 30, lograron alcanzar un refugio natural des- de el cual observaron el paso de civiles, seguidos de militares

que parecían ir detrás de sus pasos. Al anochecer, iniciaron otro desplazamiento hacia otra posición más segura. Que- brando las reglas de seguridad, conscientes de que el Ejérci- to le pisaba los talones, Polo continuó la movilización hasta llegar a un pequeño valle, desde el cual se divisaba una ca- rretera, y en donde encontraron nuevo refugio en una casa donde permanecerían durante los dos días siguientes.

Debajo del valle pasaba un río en el cual se proveían de agua para asearse, beber y cocer sus alimentos. La relati- va tranquilidad fue brevemente interrumpida una tarde por el sonido de pisadas. El vigilia de turno bajó a investigar e identificó las huellas de las botas. Eran las de un guerrillero de otro grupo que había logrado sobrevivir y llegar a Bonao descendiendo por la cuenca del río. Más tarde sabrían que se trataba del doctor José Francisco González Michell.

Los informes radiales, que escuchaban a través de un aparato de radio que formaba parte de su material de gue- rra, no ayudaron a levantarles los ánimos. Las emisoras de Santo Domingo transmitían noticias confusas sobre el al- zamiento. Se referían brevemente a declaraciones emitidas por el derrocado presidente Juan Bosch desde su exilio en Puerto Rico y dedicaban más tiempo a la difusión de par- tes militares dando cuenta del apresamiento de varios in- surgentes, incluso de su propio frente, como eran los casos de Antonio Mirabal Jiménez, Marcelino Grullón, Radhamés Guerrero, Juan José Matos Rivera (Pachón) y Manuel Lulo Gitte, entre otros.

Una pesada atmósfera de pesimismo invadió al grupo y consciente de las consecuencias de una baja moral, con el Ejército pisándoles los talones, Polo arengó nuevamente a sus hombres, diciéndoles que todo aquello era parte de la lucha y que muy pronto se les uniría el otro grupo. La men- ción de los detenidos les permitió establecer que todos per- tenecían a uno sólo de los dos grupos restantes. Eso podía

significar que una columna había logrado evadir a las tropas y continuar su ascenso hacia lo más alto de las montañas.

Esta primera experiencia armada originó sentimientos encontrados. Muchos de los inexpertos compañeros de Polo abrigaban la ilusión de que al igual que los hombres de Fidel Castro a comienzos de la revolución cubana, ellos se enfren- tarían a sargentos obesos al frente de fuerzas mal entrena- das, sin moral de combate. Pero la demostración dada por la anti-guerrilla mostraba un panorama completamente distin- to. El único punto a su favor parecía ser el hecho de que sus compañeros apresados eran, desde el punto de vista físico, los menos aptos, aquellos que dieron señales de cansancio y debilidad desde la misma noche inicial.

Polo ordenó continuar la marcha, a pesar de que aún era de día. Después de un nuevo ascenso, por escalpadas y tupidas zonas, alcanzó el lugar denominado Blanco, donde meses atrás militantes del Catorce de Junio habían estado realizando trabajos políticos. Se trataba de una loma prác- ticamente inaccesible, en las cercanías de una cuenca don- de confluyen dos ríos: el Yuna y el Blanco. Muy próximo a aquel lugar, existía una propiedad de la familia Vargas, uno de cuyos miembros, Mayobanex, era un sobreviviente de la expedición guerrillera de junio de 1959 contra la tiranía de Rafael Trujillo. Otro miembro de esa familia, Chilo, formaba parte de la columna.

Una choza precariamente levantada a la vera de un ca- mino, habitada por una mujer con varios niños, les sirvió momentáneamente de protección y descanso, al final de una larga caminata. Un poco más tarde, Rafa, que hacía la posta, dio la alarma al ver a un grupo de campesinos desplazarse hacia ellos. Temerosos de que les asaltaran para luego entre- garlos al Ejército, como sucedía con los expedicionarios de 1959, Polo dispuso una formación para sorprenderlos. Acto seguido, pasó a explicarles quienes eran y qué perseguían.

Estaban allí para reponer a un gobierno legítimo derrocado por la fuerza. Su objetivo era garantizar la reforma agraria y con ello el bienestar de los campesinos. Los habitantes de la zona no podían verles entonces como enemigos, sino como sus aliados. Tenían que apoyarlos en su lucha porque de ella dependía el bienestar de la gente del campo.

El discurso de Polo tranquilizó los ánimos y los campe- sinos les proveyeron de víveres y un pollo que incluso coci- naron para la guerrilla, a cambio de lo cual Polo les entregó dinero. Les aseguró que sus hombres no los delatarían ante la autoridad aún en caso de ser apresados. Ellos, los campe- sinos, debían hacer otro tanto, es decir, abstenerse de dar la información de su encuentro a la guardia.

Polo desplegó un mapa y empezó a preguntar a los cam- pesinos acerca de algunos lugares, dándoles información falsa sobre la ruta que habrían de tomar en su próxima mar- cha. Entonces, varios lugareños les informaron que la noche anterior vieron pasar un contingente de tropas que iba de- trás de una columna de hombres armados. Esto significaba que el otro grupo, con el cual pensaban reunirse en un punto llamado Colorao, era perseguido muy de cerca y que inclu- so ellos mismos estaban amenazados por un grave peligro. El lugar de encuentro sería en extremo seguro y allí conse- guirían muchos alimentos. Además, tendrían fácil acceso a donde finalmente operarían el frente de combate.

A causa de esta información, Polo decidió desviarse del sendero trazado. Después del banquete preparado por los campesinos y con sus mochilas llenas de plátanos salcocha- dos unos, pelados otros, la moral parecía estar nuevamente en alto. Un campesino, de unos 30 años de edad y complexión fuerte, se ofreció a servirles de guía, prometiéndoles sacarlos hacia un lugar seguro, lejos de todo contacto con la guardia.

Luego de otras tres horas de incesante caminata, el guía los llevó hasta una cuenca del Yuna donde el caudal del río era muy grande, con una vegetación abundante a su alrede-

dor. Allí se despidieron del campesino con un abrazo, a quien Polo entregó dinero. Siguiendo las instrucciones de aquel, marcharon por un sendero distante de la ruta que seguía el Ejército. Aproximadamente a las cinco de la tarde, hicieron un alto para proseguir más tarde hasta llegar, en la noche, al sitio donde les esperaba Patricia, el nombre de guerra de Piky Lora.

Era el lugar más alto que habían escalado. El frío era in- tenso y los guerrilleros, temblando por la baja temperatura, pegaban sus cuerpos uno del otro, debido a que no andaban bien cubiertos. Las penurias apenas comenzaban. Lo peor era que no podían hacer fuego por miedo a delatar sus posi- ciones. Polo conocía bastante bien toda esa zona, pero el re- ciente paso del huracán Flora había cambiado el aspecto de aquellos lugares. Eso los obligaba a valerse de información servida por extraños que encontraban a su paso.

Rafael Pérez Modesto dijo que al arribar a aquel lu- gar tan frío le entró una repentina tos que no cesaba. Molesto, Polo lo agarró por la cabeza y se la colocó brus- camente entre la mochila, para amortiguar el sonido de la tos: ‘Esa es la vaina por andar con  muchachos’,  le dijo, algo que en ese momento disgustó profundamente al joven guerrillero. Era un frío “terrible” a todas horas del día, insoportable en la noche, recordaría Rafa.

Tras una nueva marcha, llegaron nuevamente  al  cruce del río, desde el cual al poco tiempo alcanzaron a ver una luz intensa que venía bajando del río en sentido contrario, lo cual les hizo tirarse a la orilla en forma de abanico, pudien- do observar a decenas de campesinos cruzar con antorchas prendidas. La columna terminó entonces de  cruzar el  río  y en lugar de continuar por el sendero, escaló una montaña altísima, peligrosamente resbalosa. Después de agotar los ví- veres que llevaban en sus mochilas, saciaron el hambre con naranjas agrias, tras lo cual llegaron a una rancheta donde

acamparon. Tenían varios días sin quitarse las ropas, con los pies mojados, llenos de arena por el cruce frecuente de ríos. La mayoría tenía los pies llenos de ampollas, por lo que también decidieron quitarse las botas.

Se trataba de un rancho para almacenar tabaco, abierto a los lados, donde pasaron la noche. Estaban rodeados de plantaciones de víveres, lo que les permitió reaprovisionar- se. Alrededor de las dos de la mañana, escucharon un sonido que les pareció un disparo. Pero no era más que una hilera de mulos que bajaban cargados de maní y papas. El sonido del látigo del campesino les pareció el disparo de un fusil. Rieron por la ocurrencia, pero decidieron bajar por el otro lado de la ladera, el opuesto por el que habían subido, al pie del cual encontraron otro río, donde llenaron las cantimplo- ras, cortaron alimentos silvestres y prosiguieron su avance.

Durante un descanso, avanzado el día, vieron señalar a varios campesinos que pasaban en caballo hacia un punto en la montaña: “Por ahí fue que subieron. Por donde está la guardia”.

Los hombres de Polo habían tomado otra loma que los conducía directamente hacia Ocoa, cuando vieron llegar a los campesinos. Estaban justo en la ladera, al lado del estre- cho y accidentado camino por donde éstos se les acercaban. No estaban a la vista de ellos, pero podían escuchar perfecta- mente sus voces. “Deben estar como a cinco kilómetros, por aquel bosquecito”, dijo uno.

Tras una breve evaluación, los guerrilleros descubrieron que se estaban refiriendo a ellos mismos, por lo que deci- dieron acelerar el paso, por medio de una marcha forzada, hacia el lugar próximo a Ocoa denominado La Bija. Era un pobladito de varias casas donde también funcionaba una pe- queña bodega. Otra vez el grupo se identificó como pertene- ciente al Catorce de Junio después de obtener información acerca de la zona. En el pequeño colmado compraron cuanto

encontraron: azúcar, sal, pan, queso y mantequilla. Polo vio una solitaria botella de un mal vino tinto y también pagó por él. Hacía un frío intenso y muchos de sus hombres tiritaban haciendo sonar sus dientes. Polo abrió él mismo la botella y dio de beber un trago largo a cada uno de ellos. El efecto fue casi inmediato. No hubo más chasquidos de dentaduras.

El dueño del negocio les indicó dos caminos que condu- cían a Piedra de los Veganos y Piedra Blanca. Sin titubear, Polo escogió el primero. Por el segundo, ya antes, las tropas apresaron a cuatro insurgentes. Uno de ellos era un mestizo de pelo gris, canoso. Ello significaba que el otro grupo dis- perso había sido diezmado producto del contacto prematuro con el Ejército. El hombre de las canas no podía ser otro que Homero Bello Suriñán, de Baní. El contacto había tenido lu- gar, según el bodeguero, apenas media hora o cuarenticinco minutos, lo cual quería decir que las tropas estaban cerca.

Los pobladores de La Bija apenas acababan de ver pasar por allí a las patrullas llevando a esos cuatro prisioneros, agarrados dentro de una vivienda. Otros guerrilleros, según decían, habían sido apresados y conducidos amarrados por el lado opuesto del poblado. Las malas nuevas obligaron a Polo a abandonar rápidamente el lugar e iniciar el trayecto hacia Piedra de los Veganos, donde, para su sorpresa, se les recibió con entusiasmo. “Nos salvamos, la población salió a recibirnos”, comentaron.

Era un poblado más grande que La Bija y la fuerte brisa contribuía a acentuar el frío. Pero el calor del recibimiento los reconfortó. Les buscaron comida, servida en platos y an- tes de marcharse, Polo los reunió para decirles un discurso. Exhibiendo sus brazaletes verde y negro, con el emblema de su organización, los hombres del Catorce de Junio, les explicó el comandante guerrillero, luchaban por reponer el gobierno de Bosch y mejorar las condiciones de los campesi- nos. Muchos aplaudieron al concluir Polo su arenga.

Antes de continuar la marcha, adquirieron algunos ali- mentos y ropas, porque las que llevaban puestas estaban muy deterioradas. Como venían haciendo siempre que se topaban con agricultores, preguntaron por las mejores rutas, cuidán- dose de no divulgar el camino que finalmente tomarían. Polo detuvo la marcha al llegar a un riachuelo y allí esperaron varias horas hasta la caída de la tarde, cuando reanudaron su paso hasta alcanzar un alto desde donde podían divisarse con claridad tres caminos y el  río  abajo.  Densos  arbustos los protegían, pudiendo desde esa nueva posición tener un control físico de cuanto pudiera moverse en los alrededores. Fue allí donde Polo les habló por primera vez de los  ob- jetivos reales de la guerrilla y de la presencia de Piky Lora (Patricia), quien les esperaba desde hacía semanas por aque- llos fríos y despoblados lugares. Les adelantó que un oficial del Ejército, Gregorio, se uniría a ellos con parte de sus tro- pas. Ese era el seudónimo o nombre de guerra del militar, como Hilario era el de Polo. Todos tenían un sobrenombre, que usualmente comenzaba con la primera letra de sus ver-

daderos nombres de pila.

El lugar donde les aguardaba Piky,  continuó  diciéndo- les, era una especie de paraíso para la guerrilla, pues encon- trarían siempre agua y alimentos en abundancia. Gracias al trabajo que allí se había hecho, especialmente tras la llegada de Piky, existía también una fuerte base social que serviría de apoyo a la insurrección. El resquebrajado frente sería restablecido con nuevos combatientes  y  tendrían  asegura- do  contacto  permanente  con  la  ciudad,  lo  que  significaba la posibilidad de asentarse con carácter permanente en las montañas. Insuflados con un  nuevo  espíritu  de  optimismo, el grupo permaneció en aquel frondoso lugar en lo alto, so- bre un río, tres días enteros con sus noches.

Para hacer posible todo eso, se hacía necesario enviar a alguien a Santo Domingo para hacer contacto con la alta dirigencia urbana que había quedado al mando del partido.

Polo escogió para esta tarea difícil y peligrosa a Rafael Peral- ta, quien debía llegar a Rancho Arriba, donde vivían familia- res suyos, para transmitir la información. Al igual que el res- to, Peralta se rasuró y se calzó unos mocasines que habían adquirido en Piedra de los Veganos y que Rafa llevaba en su mochila. Alguien extrajo una pequeña cámara y se tomaron fotos, antes de despedirse.

La guerrilla esperó en vano tres días por el regreso de Rafael Peralta, lapso durante el cual se les agotaron los ali- mentos. El domingo 8 de diciembre, reanudaron la marcha en medio de un fuerte aguacero que hizo crecer la corriente del riachuelo. El agua que apenas les llegaba al tobillo, por la crecida ahora le subía hasta la altura del pecho. En un rancho en el camino, encontraron un anciano acompañado de un jovenzuelo que les ayudó a salir de aquel lugar, advir- tiéndoles que en un poblado cercano estaba la guardia al acecho. El anciano les preparó agua de azúcar y partieron en compañía del muchacho, llamado José Altagracia Suazo. La  marcha  era  ahora  más  difícil  porque  no  contaban con el auxilio de los reportes radiales. Para reducir peso se habían vistos precisados a dejar atrás parte de sus pertenen- cias, el aparato de radio entre ellas. Suazo los condujo hasta una finca y fue él solo a un poblado donde compró una gran cantidad de provisiones para la guerrilla. La zona estaba re- pleta de soldados y la compra inusual despertó sospechas en

el mando militar, que intensificó sus redadas.

Polo y su reducido ejército prosiguieron sin cesar la marcha durante horas, pudiendo alcanzar una cima, que abandonaron después de un descanso al día siguiente, lunes 9 de diciembre. Ese día llegaron a La Linda, de Ocoa, unos 20 kilómetros más adelante, después de bajar y subir lomas tras lomas, parando en una bodeguita al frente de la cual se encontraba un campesino llamado Negro de Jesús, a quien compraron todas las provisiones del negocio.

Suazo, el nuevo guía, no les servía ya de mucho en aquellas tierras desconocidas. Y los indicios eran que el Ejército tenía por allí un importante centro de operaciones antiguerrilla. Polo envió a dos de sus hombres, Gonzalo Pérez Cuevas y Arsenio Ortiz Ferrand, en busca de Piky, mientras el grupo se internaba en un matorral. Después de ofrecerles una panorámica de la situación e informarles de la caída de otros frentes, Piky se retiró acordando su regreso en la madrugada del día siguiente, 10 de diciembre, para conducirles a un sitio seguro, allí donde Polo y su gente acamparían para emprender sus acciones guerrilleras.

Debido a la oscuridad no podía verles bien la cara. Pero tocó el rostro de cada uno y sintió sus cuerpos mojados. Polo temblaba y su frente estaba caliente por la fiebre.

En el libro “La guerrilla que señaló un horizonte. A 40 años de un sueño (Diario de la guerrilla de Manaclas)”, Fidelio Despradel, uno de los sobrevivientes, cuenta que el 28 de noviembre de 1963, día de la sublevación, después de que todos los participantes fueron despachados para iniciar las operaciones, se reunió con Polo Rodríguez en la Universidad Autónoma de Santo Domingo, sentados en un banco “que quedaba donde hoy funciona el parqueo de la facultad de Humanidades”. Según el relato de Despradel, “Polo tenía una fuerte gripe y tenía su abrigo de cuero,color verde,abotonado hasta el cuello. En esa oportunidad, Polo “me manifestó algunas aprehensiones en relación a la acción que emprenderíamos”. Le preocupaba que el asesinato días antes del presidente de Estados Unidos, John F. Kennedy provocara que el gobierno norteamericano le diera su apoyo al Triunvirato, cosa que en efecto ocurrió días después del levantamiento guerrillero. Esta versión del comandante del frente donde operó Manolo, el líder del movimiento, confirma que miembros no radicales creían inoportuna la sublevación, incluyendo al propio Manolo.

 Admitió que sentía gripe, pero eso no le preocupaba mucho. Piky le dijo que a pesar de las dificultades la base social que creada por esa zona permanecía intacta. El jefe guerrillero le infor- mó que la marcha había sido lenta porque el huracán Flora modificó el paisaje de aquellas lomas, por lo que las fotos y mapas le sirvieron de poco. Piky notó que sus compañeros llegaban a los límites de sus fuerzas, exhaustos y hambrien- tos. Uno de ellos tenía perforados los pies por los clavos de sus botas. Llevaban 13 días caminando sin parar, con el Ejér- cito detrás, en una persecución implacable.

Un inesperado ruido de pasos de caballos los alertó. Rafa calculó la hora: alrededor de las cuatro de la madruga- da. Polo ordenó disparar si fuese necesario. Pero la patrulla de cuatro guardias notó la presencia de la guerrilla y se ale- jó. Este incidente interrumpió el proyectado encuentro del grupo con Piky, debido a que tuvo que cambiar de posición, tomando nuevamente por el río para subir a una colina, tras lo cual dejaron huellas visibles de su paso. Avanzando llega- ron a situarse casi frente a un cuartel militar. A mediados de la tarde, Polo envió a Suazo a explorar los alrededores, pero

el joven guía campesino no alcanzaría a realizar su misión ya que fue apresado por la guardia.

Desde su relativa segura posición de maestra de escuela campesina, Piky fue observando, con el paso de los días, la continua concentración de fuerzas regulares en los alrede- dores de Quita Sueño, provenientes de la fortaleza de San José de Ocoa. La noche antes de que Piky estableciera con- tacto con Polo y su pequeño contingente, a la casa donde se escondía llegó una patrulla de siete hombres al mando de un teniente. Piky se metió debajo de la cama donde dor- mía. El oficial pidió al dueño que le permitiera pernoctar en el bohío. Agotado, se tiró de golpe en el camastro, y quedó profundamente dormido. El bastidor cedió ante el peso del oficial, tocando prácticamente el cuerpo de Piky que perma- neció tendida en el suelo durante toda la noche y la madru- gada, sin poder moverse y conteniendo a duras penas la res- piración para no delatarse. Por el radio portátil del teniente la mujer escuchó que los frentes del Este y de la Cordillera Septentrional, bajo el mando este último de Juan Miguel Ro- mán, habían sido abatidos por el Ejército.

Piky no pudo salir hasta cerca de la medianoche del día siguiente, 10 de diciembre, debido a la fuerte vigilancia mi- litar. A esa hora, sintió nuevamente que alguien tocaba la puerta. Oyó que una voz en susurro le llamaba por su seudó- nimo: Patricia y abrió. Los dos emisarios la llevaron ante el resto de la guerrilla. Descendiendo por un trillo que bordea- ba un arroyo y que ella conocía muy bien, Piky casi chocó con dos soldados que estaban detrás de un árbol. Al sentir sus pasos los militares la detuvieron, quedando ella en me- dio de éstos y sus dos compañeros.

—¿Qué hace usted aquí?, –le preguntó un soldado.

—Quedé en verme con un hombre, –le respondió resuel- ta, apenas superando el miedo.

—¡Estas no son horas de andar por estos montes. Váyase para su casa!, le dijo bruscamente el soldado.

Piky hizo como si obedeciera pero en lugar de volver sobre sus pasos, penetró a un cafetal. Su frágil figura se es- tremecía de temblores, pues no sabía si había más soldados por el lugar. En la oscuridad, la mujer perdió a los dos gue- rrilleros y al rato sintió los pasos de una patrulla. Se ocultó en una cañada, situada frente a una loma, abajo de la cual se veían cuatro bohíos. Vio las siluetas de Polo y sus compa- ñeros cruzar más abajo el arroyo e internarse en una eleva- ción justo enfrente de donde ella estaba. Quedaron separa- dos únicamente por el riachuelo y un estrecho camino. Piky permaneció allí hasta el amanecer. Observó a los soldados lanzar piedras al agua para ver si algo se movía. Cuando no notaban reacción se alejaban.

Durante un nuevo desplazamiento, descendiendo para tomar el río, los hombres de Polo chocaron con Negro de Jesús, el bodeguero que los había atendido en el último po- blado, a quien interrogaron y amarraron después de haber- les confesado éste que estaban cercados y que los militares tenían a su familia como rehenes a la espera de su regreso. “Si no les digo donde están ustedes caigo preso y matan a mi familia”, les rogó el campesino. Al bajar al nivel del río, los sorprendió un intenso fuego cruzado. Habían caído en una emboscada.

El campesino les gritó que no dispararan, pero cayó en la primera ráfaga. La Hierba González, el beisbolista, fue al- canzado en un tiro mortal en la cabeza. Rafa se lanzó al suelo y quedó justo al lado de Polo. La refriega se intensificó y Polo intentó pararse para vocear instrucciones a sus hombres. Un tiro le hirió primero en la pierna. Un segundo disparo en el cuello le mató al instante. Rafa intentó encontrar un refugio cuando fue alcanzado en un tobillo. Se arrastró herido has- ta una elevación cercana. Desangrándose, se echó al suelo. Minutos después cesó el tiroteo y Rafa vio avanzar hasta él a varios soldados. Se aferró a un sargento y forcejeó con él. La voz firme de un oficial los separó. Para librarlo de la furia

de los soldados, el capitán Calderón Cepeda, Gregorio, gritó a sus subalternos:

—¡A este carajo, a este muchacho del diablo, hay que interrogarlo, porque debe saber muchas vainas. Cuidado quien lo toque y llévenlo al campamento!

En la noche, ya en el cuartel, el oficial fue a su celda.

Tenía el rostro casi bañado en lágrimas.

—Matamos a Polo–, dijo como para sí mismo entre so- llozos–, y apresamos a los demás. Yo soy Gregorio.

Sin mediar más palabras, se despojó de su bufanda e improvisó un torniquete en la herida de Rafa para detener el sangrado. Le puso a mascar una porción pura de tabaco para, según la tradición campesina, evitar el tétano y le dio a tomar un vaso de jugo de naranjas agrias. El resto de la noche se la pasó chequeándole la herida.

Por órdenes del mayor Pérez Aponte, las tropas conti- nuaron la búsqueda de más insurgentes. Sabían que existía una mujer, a pesar de la insistente negativa de los detenidos. En su búsqueda los soldados allanaron todas las casas del paraje e hicieron correr la voz que no se irían, y dejarían morir al guerrillero herido, hasta dar con ella.

Piky hizo todavía esfuerzos por escapar. Se escondió en un cafetal donde encontró un buen punto de observación. Un hijo de nueve años del campesino en cuya casa se escon- día, y a quien alfabetizaba, la encontró en la tarde del 11 de diciembre. El niño la puso al tanto de las novedades. Todas las casas del paraje estaban tomadas por soldados. Nadie sabía el lugar exacto donde estaban los guerrilleros, pero rastreaban sus huellas, conscientes de que permanecían cer- cados. El niño le sugirió salir de aquel escondite porque es- cuchó decir a los soldados que irían a buscar en la loma al no encontrar a nadie en la cañada. En compañía del niño se refugió detrás de un árbol grande, cerca del arroyo. Podía ver algunos movimientos de tropas, dirigidas por el mayor

Pérez Aponte, un oficial muy fornido, de tez oscura, y fama de hombre rudo entre la guerrilla. Estando allí a la espera de sus compañeros, poco más de las cuatro de la tarde, según su reloj, comenzó el tiroteo.

Por la descripción del niño, Piky se enteró que Polo ha- bía muerto y que Rafa, el más joven, se encontraba herido. Pensó que al amanecer se iría el Ejército pero el mayor cum- plió su amenaza de quedarse. Se mantuvo escondida hasta el día 13, cuando decidió entregarse, aproximadamente a las nueve y media de la mañana.

A esa hora bajó y cruzó el arroyo, situándose en el cafe- tal, a la espera del paso de un oficial. Vio llegar a un capitán acompañado de un cabo montados sobre mulos. Salió tran- quilamente en dirección al riachuelo, metió los pies dentro y escuchó al oficial decirle:

—¿Es usted quien anda con la guerrilla? Sí, le respondió Piky identificándose. Le preguntó si era una profesional y le contestó que abogada, a lo que el capitán se dirigió al cabo ordenándole que dejara a la mujer montarse en el animal y fuera ante el mayor para decirle que la habían encontrado y que iba con ella al cuartel, en Rancho Arriba.

El oficial hizo ademán de ayudarla a subir al mulo y ella lo rechazó, diciéndole que él tenía las manos manchadas con la sangre de sus compañeros. El oficial bajó los ojos y Piky vio brotarle las lágrimas. La mujer se quedó de una pieza. Era Gregorio. En silencio marcharon hacia el cuartel.

(Al recordar este episodio, en su entrevista con el autor a finales de 1995, Piky no pudo continuar su relato por unos minutos a causa del llanto).

Qué ha sido de los principales sobrevivientes de esta frustrada experiencia guerrillera

Dra. Carmen Josefina Lora Iglesias (Piky): Permaneció detenida durante seis meses, tres de ellos en La Victoria, has- ta mayo de 1964, período en la que se le sometió a torturas y toda clase de vejámenes, como el de intentar ultrajarla me- tiendo lesbianas en su celda, práctica que cesó por la inter- vención del Nuncio de Su Santidad, monseñor Enmanuel Clarizzio, abogados de Santiago y la Federación de Mujeres. Fue deportada a París y logró regresar clandestinamente al país, entrando por el aeropuerto internacional Las Améri- cas, antes de la guerra de abril de 1965, a la cual se incorporó del lado constitucionalista. Se dedicó luego al ejercicio de su profesión de abogada y en 1996, con el ascenso al poder del presidente Leonel Fernández, del Partido de la Liberación Dominicana (PLD), aceptó un cargo de juez del Tribunal de Tierras. Murió de cáncer a los 59 años de edad.

Rafael Pérez Modesto: Fue curado de la herida en el to- billo en el hospital militar de la base aérea de San Isidro, bajo los cuidados del doctor Eliseo Rondón Sánchez. Tras- ladado más tarde a La Victoria, fue amnistiado junto a otros guerrilleros un año después de esos acontecimientos. Es un alto dirigente del PLD y es gerente de la Seguridad Social después de ocupar un importante cargo administrativo en la Presidencia de la República.

Miguel Ángel Calderón Cepeda: Alcanzó el rango de coronel con el cual fue separado de las Fuerzas Armadas, mientras cumplía misiones de agregado en el exterior. Su caso carece de precedentes, pues su retiro no había sido formalizado, cuando se escribió este capítulo. Nunca se le informó oficialmente en su momento de su retiro. Y tampo- co gozaba de pensión alguna. A causa de esa situación, no había podido reintegrarse totalmente a la vida civil, pues en los registros de la Junta Central Electoral (JCE) su nombre

aparecía todavía como el de un militar activo, debido a lo cual no había podido conseguir el documento de identidad, válido para ejercer el sufragio, cuando conversó con el autor sobre esos hechos. A causa de su amistad con el expresidente Bosch, líder del partido gobernante, aspiraba a regularizar su situación.

Ing. Manuel Lulo Gitte: Después de obtener su libertad, un año después, volvió a ejercer su profesión de ingeniero, de la cual vivió hasta su muerte en el 2017. Sus entrevistas con el autor se celebraron en la casa donde residía en un sector de clase media alta de Santiago de los Caballeros. Tenía entonces 73 años de edad.

Rafael Mauricio Vargas: El sacerdote en cuya casa tuvo lugar la primera entrevista entre el capitán Calderón Cepeda y Manolo Tavárez, al lado de la iglesia de Constanza, fue ascendido tiempo después a monseñor. Fue después Vicario General en la Diócesis de La Vega y párroco de la catedral de esa ciudad. Presidió la Fundación Francisco Panal, el obispo que inspiró las inquietudes sociales del joven guerrillero Rafael Pérez Modesto (Rafa) a comienzos de los años 60.

(*) El autor, Miguel Guerrero, es periodista y escritor, Miembro de Número de la Academia Dominicana de la Historia.

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