libro el mundo que quedó atrás
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A mediados de los ochenta, el ex-presidente Juan Bosch nos ofreció un encomiable gesto de modestia, que contradecía su fama de soberbio, de trato difícil, con un alto average de encontronazos con la prensa. Contados dirigentes políticos dominicanos habían hecho alguna vez confesión pública tan severa y sincera, como la que el líder del Partido de la Liberación Dominicana (PLD) hizo entonces en una reunión con abogados de Santiago.

En esa oportunidad, Bosch dijo que la historia dominicana no registraba en sus páginas a ningún hombre de Estado. Había una dosis alta de coherencia en la frase. Pese a su severidad, la conclusión encuadraba en la línea de pensamiento del ex-mandatario respecto a lo que él describía como “atrasopolítico”, del pueblo dominicano. Tratándose de un ex-presidente, era obvio que Bosch, al plantear el tema había querido decirnos que él no se consideraba a si mismo como un hombre de Estado. De manera que por simple deducción su llegada al poder, tras una elección democrática frustrada siete meses después por un golpe militar, fue en cierta forma, a sus propios ojos, un accidente político, o uno de esos hechos fortuitos inmerecidos, pero determinantes, tan frecuentes a lo largo del desarrollo histórico de nuestros pueblos. Hubiera sido interesante determinar si Bosch pasó por alto este detalle sobre sí mismo, cuando hizo la afirmación.

En las reseñas publicadas por los diarios de ese acto, muy concurrido por cierto, no aparece ninguna salvedad del disertante. Tampoco en los días posteriores se publicó aclaración del afectado corrigiendo la crónica, en la eventualidad de que se hubiese sentido víctima de una mala interpretación o un error, ya fuera éste intencional o de buena fe. En vista de que el ex-presidente no solía dejar pasar oportunidad alguna para enmendarle a los diarios los errores o faltas que cometían en lo que a su figura o actividades concernían, no debe descartarse que en este caso concreto las versiones publicadas correspondían estrictamente a lo afirmado por el dirigente político, fallecido años después en el 2001. Todo esto obliga a concluir que, contrario a lo que muchos de sus detractores sostenían, el líder peledeísta era un hombre consciente de sus limitaciones, una de las cualidades más admirables en el ser humano.

Habría necesidad de admitir, sin embargo, que si bien su conclusión era aplicable a su carrera, y él mejor que nadie para valorarse, tal vez en su exceso de modestia incurriera en un falso juicio al generalizar como lo hizo. Quizás su error estribaba en juzgar la historia nacional al través del papel que él había desempeñado en ella. Dentro de ese marco de valoración no es difícil entender sus conclusiones. Pero si bien es reconfortante ver cómo, saliéndose de la tradición, un político dominicano era capaz de juzgarse con severidad a sí mismo, al igual que en ocasiones anteriores, en aquella oportunidad Bosch había sido en extremo injusto con la nación. Con todos nuestros defectos, nuestro .atraso político., que él nos recordaba con tanta insistencia, y nuestra accidentada y en cierta medida frustrante carrera democrática, hemos tenido hombres de Estado que han contribuido a exaltar el quehacer político. No dimos un Bolívar y no hemos tenido un Fidel Castro, para estar más próximo a los gustos de Bosch en aquella época, pero tuvimos un Duarte. ¿Qué más necesitamos?

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En tiempos del generalísimo Francisco Franco se criticaba a Juan Bosch por su falta de militancia respecto a la dictadura española. Los amigos políticos del ex-presidente justificaban su actitud no tanto como un acto de reconocimiento al caudillo, sino como un proceder lógico de un autoexiliado que prefería los calmados aires españoles a los candentes calores políticos del Caribe. Con todo, era un comportamiento inconsistente en un líder que había castigado con el implacable látigo de su verbo a cuantos regímenes en Latinoamérica se erigían por encima del derecho para sojuzgar a una nación. Parecía cuesta arriba que Bosch, tan afín ideológicamente a intelectuales y políticos que habían luchado contra el fascismo y respaldaban la abortada República Española, ignorara los excesos de la dictadura de Franco. El hecho de que él viviera en Benidorm explicaba en parte su actitud, pero no la justificaba. Hacía falta en realidad una motivación, que no podía en apariencia encontrarse en lazos ideológicos o vínculos personales, porque no se sabía de la existencia de alguna amistad entre esos dos dirigentes. La tesis de la Dictadura conRespaldo Popular, distaba mucho de parecerse al tipo de gobierno que el caudillo español había implantado en su país.

Los puntos de vistas de Bosch chocaban, en efecto, con el historial político de Franco. Tras el golpe militar que le derrocó el 25 de septiembre de 1963, Bosch se había convertido al marxismo. Se daba pues un fenómeno excepcional. Mientras los marxistas abandonaban y combatían a España, un nuevo discípulo de esa doctrina se refugiaba en el centro de la reacción europea, uno de los últimos reductos del fascismo que reinó en el continente en los años 30 y comienzos de la década siguiente. A comienzos de ese 1985, la visita al país, invitado por el ex-presidente Joaquín Balaguer, del líder conservador español Manuel Fraga Iribarne, pudo haber dado una respuesta, pero sólo consiguió aumentar la confusión.

En el aeropuerto Las Américas coincidieron una tarde Bosch, que partía hacia Nicaragua a la toma de posesión de Daniel Ortega, y dos allegados de Fraga, Gonzalo Robles, de las juventudes del partido Alianza Popular, y Luis Hergueta, asistente del político español. De la conversación resultante surgió un comentario de Bosch sobre el régimen franquista.

“En América Latina, Franco hubiese sido un demócrata”, le habría dicho el expresidente a los dos visitantes españoles. Hubo testigos dominicanos de esta conversación informal y luego, durante una cena de despedida a Fraga se confirmó esta expresión salida presumiblemente de labios del ex-mandatario. Esta precisa y clara interpretación de la naturaleza política de la dictadura de Franco podría haber bastado para entender el, en cierto modo, inexplicable silencio de Bosch frente a la España franquista, en el periodo final de la dictadura. Pero no ha sido así. Primero porque no era suficiente una sola versión de este género para formular un juicio definitivo sobre la interpretación de un líder de la talla de Bosch acerca de un periodo tan importante de la historia de España y, segundo; porque muchos se resistían a creer que Bosch tuviera tan pobre opinión sobre América Latina. De todas maneras este asunto sí merecía un artículo como el que publiqué sobre el tema en enero de 1985.

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Durante años, su nombre llenó las páginas de los periódicos. Las luchas partidarias, frecuentemente sórdidas, pocas veces fomentaron en él los naturales prejuicios personales y políticos tan característicos de nuestro ambiente. En marzo de 1988 fue internado en la clínica Gómez Patiño, olvidado de quienes en tantas oportunidades recurrían a él para un favor o un consejo. Don Carlos Goico Morales, Vicepresidente de la República durante los mandatos constitucionales del doctor Joaquín Balaguer de 1970 a 1978, tenía siempre un atractivo especial para la prensa. Su estilo era muy particular. Con los periodista que le cuestionaban sobre algún tema importante, solía inteligentemente evadir cualquier respuesta comprometedora. Hacía suyo, en su trato con la opinión pública, aquella vieja enseñanza de que no existen preguntas, sino respuestas indiscretas. Una tarde en Palacio, recuerdo como ahora, le abordó un grupo de reporteros del que yo formaba parte. A la primera pregunta reflexionó unos segundos, cogió mi libreta en sus manos, pidió de entre los presentes un bolígrafo, tomó asiento en una de las sillas del Salón de Embajadores, fue en la tercera planta, después de un acto encabezado por Balaguer. y escribió su respuesta.

“Bueno, licenciado, y los demás, ¿qué hubo de respuesta?., inquirió medio angustiado y sonriente uno de los periodistas, haciendo de vocero del resto. Con una palmadita en el hombro, me dijo dirigiéndose al grupo: “Periodista, le recomiendo que extraiga algunas copias para sus colegas”, y se marchó dejando a todo el mundo contento. Un artículo mío algunos años después le disgustó profundamente. Me lo reprochó en una forma tan elegante y cortés, tiempo más tarde, en ocasión de un acto en El Seibo, cuando él ya no era vicepresidente ni nada por el estilo, que me hizo sentir realmente mal conmigo mismo. El artículo que motivó su reacción en contra mía tenía que ver con un planteamiento político suyo en plena campaña electoral de 1982, cuando Balaguer intentaba un regreso frente a la candidatura del doctor Salvador Jorge Blanco. Goico Morales había reprendido duramente la obstinación del expresidente por el cargo. Yo le critiqué su declaración diciendo que él había sido tan reeleccionista como Balaguer y que incluso había intentado un tercer mandato en 1978. Su declaración, decía, era el producto de un disgusto político más que el convencimiento real de los males del reeleccionismo.

En su atractivo lenguaje cervantino, me llamó aparte en la reunión y se quejó en el estilo de un diplomático avezado, dejándome un amargo sabor en los labios y un profundo sentimiento de simpatía personal hacia él. A pesar del ramplimazo que yo le había propinado, seguía siendo un lector de mi columna y me invitaba a seguir en el oficio. Un amigo común que fue a verle en esos días en la clínica, salió lleno de gozo. Su amplio y fino sentido del humor permanecía intacto. Meciéndose plácidamente en una mecedora, le observó filosóficamente: “Ten esto siempre presente: la enorme ingratitud humana. Tú eres el primero y único en visitarme. ¡Esa es la política, hijo mío, esa es la política!”

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