libro el mundo que quedó atrás
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A través de los siglos, Jerusalén, que significa “Ciudad de Paz” ,algo que paradójicamente no ha conocido. ha sido centro de disputas y objetivo de conquistadores. Cristianos, musulmanes y judíos reclaman hegemonía sobre ella, pero sólo éstos últimos han estado emocional y espiritualmente ligados a Jerusalén con el paso del tiempo. Su control ha pasado de una religión a otra y ha sido destruida y bloqueada más de 20 veces en los últimos 3,000 años. La zona de Jerusalén fue prometida a dos tribus de Israel, cuando ese lugar fue repartido en los albores de la historia.

En el año 1000, antes de la era actual, el rey David conquistó la ciudad y estableció en ella su capital. Su hijo, el rey Salomón, construyó el templo transformando la ciudad en el centro espiritual y religioso de las tribus que componían entonces el pueblo de Israel. Las huestes de Nabucodonosor, rey de Babilonia, la destruyeron pero los judíos regresaron de su exilio en el 455 a.C. Estuvo más tarde en poder de los macabeos y Herodes el Grande hizo de ella una ciudad gigantesca mucho después.

Los árabes no llegaron a Jerusalén hasta el 636 D.C. y en ella dominaron los Califas durante 500 años. En este período fue llamada Al Makdas .el Venerable Santuario. debido a su santidad. Los cruzados desalojaron a los Califas en el 1099 y entonces fue designada capital de la Palestina, pero ya los árabes habían dejado su huella construyendo allí muchas mezquitas y otros santuarios del Islam. Los musulmanes habían sacado a los romanos, que habían transformado a Jerusalén en una ciudad pagana que llamaban Aelia Capitolina y al cabo de un siglo los sarracenos se adueñaron de la ciudad permaneciendo en ella durante 300 años. Los turcos hicieron también de Jerusalén un objetivo de su imperio entonces en crecimiento y en 1517 el sultán Sulimán la conquistó, construyendo elevadas murallas que aún se conservan, para protegerla de agresiones extranjeras.

Durante siglos, Jerusalén creció, languideció y volvió a resurgir de sus cenizas dentro de los estrechos espacios físicos que le imponían las murallas levantadas por uno y otro conquistador, y no fue hasta mediados del siglo XIX cuando se construyó el primer barrio fuera de la ciudad amurallada, con lo cual nació lo que hoy se conoce como Nueva Jerusalén y en la que, a raíz de la división surgida como consecuencia de la guerra de independencia de 1948, los israelíes establecieron su gobierno. Los ingleses tomaron la ciudad en 1917 tras vencer a los turcos en la Primera Guerra Mundial, poniendo así fin a cuatro siglos de dominación otomana. Entonces Jerusalén pasó a ser la sede de la Administración Militar Británica que expiró el 14 de mayo de 1948 con la declaración del nacimiento del estado judío, decisión tomada al amparo de la resolución de las Naciones Unidas que había, meses antes, aprobado la partición de Palestina para la formación allí de dos estados independientes, uno judío y otro árabe palestino.

Con la destrucción del Segundo Templo, en el año 70 de la Era Cristiana, Jerusalén pasó a ser una ciudad profana bajo la égida romana, iniciándose la Diáspora que se prolongó hasta la proclamación oficial del nacimiento del moderno Israel, hace poco más de siete décadas apenas. Tras la guerra de independencia, la ciudad quedó dividida. En poder de los judíos solo permaneció la parte nueva de Jerusalén. La Ciudad Vieja, con sus milenarias murallas y lugares santos, pasó a ser ocupada por Jordania. No fue hasta junio de 1967, cuando la ciudad fue reunificada e Israel estableció soberanía sobre toda ella, como resultado de la llamada Guerra de los Seis Días.

El vínculo de cada judío con Jerusalén ha sido tan grande a través de la historia, que cada día, en Israel o en la Diáspora, desarrolló la tradición de orar tres veces en dirección a la ciudad por el regreso a la misma.

En la boda, el novio rompe una copa en duelo por su destrucción y la del Segundo Templo y en caso de muerte, la forma usual de pésame era decirle al deudo que se conformara con la reconstrucción de Jerusalén. El 9 del mes AB (del calendario judío), aniversario de dos destrucciones de Jerusalén, es día de ayuno y duelo para los judíos. Y en el exilio, cada vez que un judío construía una casa dejaba generalmente un muro sin pintar en recuerdo de la destrucción de la ciudad.

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Alrededor de la crisis del Oriente Medio y de sus orígenes y causas, se han tejido muchas falsedades, perpetuadas por el tiempo y la ignorancia. Ninguna contribuía a distorsionar tanto la realidad, como aquella de que la creación del Estado de Israel fue el resultado de una especie de conspiración del oro judío. Contrario a esa creencia, en ciertos círculos generalizada, la verdad es realmente otra.

En sus inicios, los israelíes debieron superar innumerables limitaciones, producto de su pobreza. Israel es, esencialmente, una labor de pioneros. Las diversas olas de inmigrantes europeos llegados a Palestina desde la segunda mitad del siglo XIX estaban formadas, en su mayoría, por toscas y paupérrimas familias sedientas de libertad y pletóricas de idealismo. Las comunidades ricas de judíos nunca mostraron demasiado entusiasmo por la idea de un regreso a la tierra prometida. Al igual que los grupos religiosos ortodoxos, que sustentaban la esperanza de un retorno a Sión por virtud de un mandato divino y por el esfuerzo de los propios judíos, los hebreos pudientes de la Diáspora rechazaban, por instinto o en forma militante, el proyecto de un Hogar Nacional en la tierra de sus antepasados como una idea peregrina.

El Congreso de Basilea, a finales del siglo XIX, agregó muy pocos argumentos al ánimo de esas comunidades, dispersas por todo el mundo. Los proyectos de Theodoro Herzl, padre del sionismo, alentaron básicamente el espíritu de los jóvenes y de los judíos pobres cansados de la discriminación y de los vientos de antisemitismo que se abatían por la mayor parte de Europa. La mayoría de ellos huían de los pogromos o escapaban de las numerosas demarcaciones judías, que limitaban la vida de las comunidades hebreas a los estrechos perímetros de ghetos en la Rusia zarista y otras naciones del Este europeo. Eran pioneros en busca de libertad, sosiego y un pedazo de tierra. Palestina era el destino natural e histórico, porque allí estaban sus raíces. En las antiguas murallas de Jerusalén y en todos los rincones de esas tierras bíblicas, la presencia y tradiciones judáicas habían logrado sobrevivir a la crueldad de extraños conquistadores al paso de los siglos.

Siempre habían alentado en sus oraciones y en sus escritos, el anhelo de un retorno a la tierra que seguían considerando como la suya por 2,000 años de dispersión, matizados por cíclicas olas de vandalismo antisemita. El destino de Israel quedó definitivamente marcado en sus años de formación por la segunda gran ola de inmigrantes, llegada a los puertos de Palestina entre 1906 y 1914. Ninguna ejerció una influencia tan decisiva y perdurable sobre el carácter de la futura nación como esa segunda aliyha. No eran numéricamente muchos. Eran escasos sus recursos. Y muy pocos de entre ellos estaban animados verdaderamente por un espíritu pionero. Sin embargo, lo que es hoy el moderno estado de Israel lleva marca de ese puñado de hombres y mujeres. En su libro La rebelión judía, Jacob Tsur, dice: “Gracias a ellos muchas ideas y estructuras específicas han subsistido hasta nuestros días: las nuevas formas sociales, el espíritu de cooperación la austeridad elevada al rango de virtud, el culto del trabajo y el respeto por el trabajador, un celo irreductible en la persecución del objetivo”.

Como en muchos de sus lugares de orígenes se les prohibía a los judíos trabajar la agricultura y ejercer otros”trabajos dignos”. los primeros kitbuz fueron obras titánicas de la imaginación. Debieron vérselas con toda clase de dificultades: la escasez de recursos, un medio hostil y una tierra árida y abandonada. El paludismo, el hambre y las incursiones constantes de hordas armadas, que robaban el producto de sus esfuerzos, terminó por desalentar a muchos de ellos. Pero el Israel de hoy es el legado de aquellos que se quedaron y reconquistaron con el trabajo el derecho de propiedad de una tierra de la que habían sido despojados muchos siglos atrás.

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Los meses de octubre y noviembre de 1983 fueron en extremo violentos en el Medio Oriente. Detrás de los luctuosos acontecimientos de esos meses en el Líbano, se escondía una terrible realidad que la comunidad internacional se resistía a aceptar y que no era más que el creciente grado de rivalidad existente entre los árabes lo cual hacía que no necesitaran la ayuda exterior para dañarse mutuamente. Cuando el mundo gritó de indignación por las horrorosas matanzas de palestinos en los campos de refugiados de Chatila y Sabra, en 1982, las acusaciones de genocidio contra Israel pretendían desconocer la innegable verdad oculta en esos hechos. Nadie mencionó el dato fundamental de que los palestinos habían sido acribillados por adversarios libaneses, en un acto de represalia por el asesinato de líderes maronitas en un atroz atentado dinamitero.

Los secuestros de aviones, la matanza de atletas y la colocación de cargas dinamiteras en escuelas, mercados públicos y otras acciones terroristas, encontraban siempre justificación pública. Cuando las fuerzas armadas israelíes penetraron el suelo libanés, en medio del caos en que se hallaba inmerso ese destruido país, la condena internacional ignoró el hecho brutal de que otros dos ejércitos extranjeros se hallaban allí luchando desde hacía tiempo: Siria y las guerrillas palestinas.

Los reclamos encaminados a restablecer la soberanía libanesa, continúan todavía hoy ignorando esa circunstancia. No obstante, ya existían en aquella época evidencias contundentes de activa participación siria en combates contra fuerzas libanesas y en respaldo a las facciones rebeldes de palestinos que pugnaban por destruir el liderazgo de Yasser Arafat. Tampoco dejaba que resultar irónico el que los grupos y líderes internacionales, silenciaran entonces su grito de desesperación ante las crueles matanzas que el ejército sirio, con la ayuda de palestinos rebeldes, causaba en campos de refugiados en el centro del Líbano. De acuerdo con declaraciones formuladas entonces por Arafat, el hostigamiento de aquellos días era respaldado con el lanzamiento de cohetes y fuego de artillería a un ritmo de aproximadamente uno por segundo. Esto había dado lugar a la muerte de centenares de jóvenes, mujeres, ancianos y niños palestinos, hechos que no despertaron el mismo sentimiento de indignación que provocó una matanza anterior, sólo, quizás, por la imposibilidad de implicar en ella a los judíos.

Desde mi óptica de columnista no llegaba a explicarme las razones por las que el arresto de un militante izquierdista en determinado país, o la muerte de cuatro personas en una refriega callejera en Chile, era capaz de desatar una ola de indignación y la severa protesta de líderes internacionales, mientras esos mismos dirigentes mantenían silencio ante la horrible matanza de palestinos por otros árabes, y los fanáticos atentados dinamiteros contra cuarteles de soldados norteamericanos, franceses e israelíes en el Líbano, con saldos mde centenares de víctimas.

Teníamos entre nosotros, por desgracia, constantes ejemplos de esta singular hipocresía política. La respuesta estaba quizás en el hecho deplorable de que vivíamos en realidad un proceso de inversión de los valores y que en nombre de una causa revolucionaria podía cometerse toda clase de atrocidades.

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