A Koldo y a Iván García, aunque no quiera.

Para 1848, Próspero, con 15 años, era el mejor estudiante de su escuela y mayor orgullo para su profesor de Química, Nepomuceno Morales. No había simbología de la Tabla Periódica, por absurda e ilógica que pareciera, que el jovencito no supiera y él aprovechó esos conocimientos para sus experimentos en el rústico laboratorio donde algunos de esos símbolos, en polvo o en líquido, almacenados en unos envases de cerámica esmaltados de azul, se convirtieron en menjurjes que utilizaría contra picaduras de mosquito, salpullidos, olores picantes que las axilas producían sin que sus propietarios quisieran… Ninguno surtió efecto y se dedicó más a sus alambiques.

La fotografía incipiente de esos tiempos, contaba más con el buen desenvolvimiento del revelado químico, con sus ácidos acéticos, que con el lado artístico que se acentuó en la ruta…y él nunca se salió de ella. Por la misma razón, ahora con mezclas de pigmentos para adquirir colores y derivados matices, se interesó en la pintura.

Cuando Duarte llegó a Caracas se instaló en el mismo sector urbano donde Rey, ya próspero, era “el Rey de la imagen” y el patriota traía la misma palidez de quien se salva de chepa del paredón de fusilamiento.
La palidez de Juan Pablo se acentuó por la baja frecuencia en que el movimiento mandibular solo se dedicaba a la conversación.

El día que Rosita se dio cuenta de esa palidez crónica, se asustó y le pidió a su hermano que pasara por el estudio del vecindario “para que te retrates”. Porque Rosa quería conservar un buen recuerdo suyo antes de que fuera tarde.

Serían más o menos las 10:00 de la mañana cuando Próspero tomó una pausa de una de sus telas, que pintaba para una exposición, que se haría diez años más tarde en Viena. Cuando se disponía a llenar un vaso de ginebra, que él mismo destilaba para su empresa “Próspero Rey y Compañía, Ron y Ginebra”, entró Duarte tan silencioso que no se podía distinguir entre que entraba o salía. Pero la prosperidad de Don Próspero que se manifestaba en la sonrisa de su bigote, sus licores y obras fotográficas de las que se beneficiaron los políticos e intelectuales en su afán de quedarse en el recuerdo de la eternidad, le daba una energía que contrarrestaba la del sigiloso visitante.

Don Próspero lo confundió con el General Ayala de miles batallas y antiguo soldado de la independencia venezolana.

Le sirvió a don Ayala un vaso de su licor que lo convirtió en Duarte. Su palidez fue disminuyendo con los traguitos de amistad del fotógrafo.

-Mire que se me está poniendo canoso. Y al momento bajó de sus tramos un frasco con el último de sus descubrimientos: un tinte de pelo que él había logrado a base de hollín de paila, aceite de coco con unas gotitas de ácido muriático y una cucharadita de sulfatiosol.

Duarte no decía nada, la cantidad de frases, unas tras otras, solo dejaba el mínimo hueco para un sí o un no.

Don Próspero le contó más de cinco capítulos del General Ayala, que él sabía eran inventos del mismo general, y que él abultaba. Le contó las hazañas que él vivió en la conquista de Hercilia Rodríguez, su esposa desde hace más de 10 años. Cuando justo hablaba de su hermosa cabellera de joven enamorado, le untó el embarre en la cabeza a Duarte que seguía pendiente, más de su licorcito, que del ritmo acelerado y alegre del artista. Al cabo de varias hazañas y más anécdotas, que ya parecían interminables, don Próspero sacó un peine y le alisó el pelo hacia un lado. A seguida abrió un armario del que descolgó un saco largo, quizá del propio General Ayala olvidado en una de esas tardes aginebradas. Le pidió se pusiera de pie y se lo encajó al tiempo que le pasaba un bastón que completaba la elegancia del vestuario y que le sirvió para petrificar para siempre a tantos antiguos comandantes y soldados. Por último, después de desempolvarlo debidamente, lo colocó delante de su cámara apoyada en un trípode de caoba tallada.

La cabeza de Duarte no estaba ni en Venezuela y menos en aquel estudio repleto de cachivaches con olor a taberna. El leía y reeleía de memoria la carta que le entregó Espaillat, y el trayecto penoso de Santiago a Cabo Haitiano, evitando a Montecristi donde La Gándara disfrutaba de sus baños en el Morro, sin atreverse a aventurar sus soldados, aromales adentro, cuando La Línea era un monte complementado de oréganos y chivos sin ley. Seguía con la duda de si sus cartas al Presidente Salcedo le fueron entregadas y repetía una y otra vez esa frase sin pie ni cabeza que claramente lo quitaba del medio para no dar sombras. “…Habiendo aceptado mi gobierno los servicios que de una manera espontánea se ha servido V. ofrecernos ha resuelto utilizarlos encomendándole a la República de Venezuela una misión de cuyo objeto se le informará oportunamente. En esta virtud mi Gobierno espera que V. se servirá alistarse para emprender viaje mientras tanto se preparan las credenciales y pliegos de instrucciones del caso…”

Cuando Próspero entró la cabeza en la manga negra y vio a Duarte cabeza para abajo pensativo se dio cuenta que le faltaba un detalle: la leontina, el reloj de plata que había parado el tiempo a las dos de la tarde hacía ya cinco años y que él usaba como adorno a los próceres de su panteón. Lo sacó de una gaveta y se lo enganchó delicadamente como si lo condecorara con una medalla de alguna batalla, ganada.

Con el reloj, el saco y el bastón, Duarte recibió la ráfaga de la explosión que le iluminó de pie a cabeza y que lo obligó a fruncir el ceño.

-¡Perfecto, perfecto! Se le oía al contento anfitrión desde la oscuridad de la manga y listo para revelar, en su cuarto oscuro, la única fotografía que el dominicano se sacó en toda su existencia.

Hacía 10 años que los restauradores lo habían devuelto a Venezuela y solo faltaban tres para completar su vida errante.

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